Portada del Título y fragmento
En 1641 el cabildo municipal compró definitivamente el título de ciudad, más adelante elevada al rango de Muy Noble, Leal y Antigua Ciudad de Llerena. La corona y la oligarquía que entonces gobernaba y administraba su concejo no pudieron escoger un momento más inoportuno, pues el título había que comprarlo y en esas fechas repuntó en España la crisis y decadencia ya iniciada a finales del XVI.
En realidad, la crisis que acompañó a la monarquía hispánica del XVII ya venía gestándose desde los tiempos de Carlos V, como bien apuntó Carande en su obra más clásica (1). Este palentino, figura de la historiografía en las aulas de la universidad hispalense y con intereses y simpatía por Extremadura, nos relata cómo el emperador fue usando y abusando de los numerosos recursos de Castilla y América para desarrollar su política imperialista. Sin embargo, a pesar de disponer de tan vastos recursos, éstos no fueron suficientes para afrontar los cuantiosos gastos generados, por lo que la Hacienda Real empezó a endeudarse progresivamente.
Felipe II siguió la misma política expansionista iniciada por su progenitor. Además, sobre todo en los últimos años de su reinado, incrementó la presión fiscal en Castilla y generalizó la venta de cargos y oficios concejiles, favoreciendo la implantación de oligarquías en su administración, funesta decisión cuyos ingresos no fueron suficientes para impedir la bancarrota en la Hacienda Real. Por ello, el 15 de septiembre de 1598, pocos días después de la muerte de Felipe II, el Concejo de Hacienda puso en conocimiento de Felipe III, su heredero, y en el de los representantes de las ciudades de Castilla reunidos en Cortes el lamentable e hipotecado estado del patrimonio real. Advertían “que el rey no podía reinar y mantener su imperio de lo suyo”, es decir, de sus regalías y de las rentas y servicios reales habituales u ordinarios, sino que tendría que pedir auxilio a sus súbditos en forma de contribuciones extraordinarias. Y, “groso modo” ésta fue la directriz que presidió la política fiscal seguida por los Austria del XVII, dando como “fruto” más inmediato el progresivo endeudamiento de los concejos, sin que por ello pudieran desprenderse del crónico déficit instalado en la Hacienda Real.
En definitiva, los Austria del XVI hipotecaron al Estado. Los del XVII, sin liberarse de la situación anterior y debido a la elevada presión fiscal que impusieron, también consiguieron endeudar a los concejos, obligándolos a hipotecar sus bienes concejiles y comunales. Es más, alguno de ellos, en aplicación de la Ley Concursal promovida a instancia de sus acreedores, quedaron bajo la tutela de un administrador judicial nombrado por la Real Chancillería de Granada, como ocurrió en Azuaga, los Santos o en Rivera (2).
Estas deudas concejiles fueron acumulándose a cuenta de los numerosos requerimientos fiscales, ordinarios y extraordinarios, deudas que afectaban globalmente al concejo. Por ello, los oficiales concejiles, ante la impotencia o inconveniencia de recaudar entre los vecinos la cuota impositiva asignada por encabezamiento desde el Consejo de Hacienda, hipotecaban y arrendaban los bienes concejiles para hacer frente a la carga impositiva designada. Es decir, se desviaba dicha carga impositiva sobre los bienes comunales, situación que beneficiaba a los hacendados locales y perjudicaba a los vecinos con menos recursos.
Los impuestos ordinarios (alcabalas…) y las rentas de vasallajes (diezmos…) eran los mismos que venían sufriendo los súbditos y vasallos santiaguistas desde tiempo inmemorial, circunstancia bajo la cual sobrevivían sin excesivos apuros. El problema vino ocasionado a cuenta de los impuestos o contribuciones extraordinarias exigidas ya desde finales del XVI, es decir, los cada vez más frecuentes servicios de millones, donativos y aportaciones para obras públicas (edificios, puentes, fortificaciones...), así como otros derivados de bodas, nacimientos y pompas fúnebres en la casa real, compraventa de oficios públicos (escribanías, alguacilazgos, alferezazgos, almotacenazgos, regidurías, hidalguías…), venta de títulos de villa (3) y de ciudad, reventa de jurisdicciones y, sobre todo, gastos de guerra, ahora, en el XVII, no sólo allende los Pirineos, sino dentro de la Península, como ocurrió tras la invasión francesa de 1637 ó a cuenta de los movimientos separatistas de Cataluña (1639-68) y Portugal (1640-59).
Ante estos nuevos y extraordinarios requerimientos fiscales, los concejos, como decimos, se vieron forzados a hipotecar sus bienes concejiles, que así lo hemos detectado en Llerena y otros pueblos santiaguistas de su entorno. Estos bienes, aparte los inmuebles de naturaleza urbana (casa ayuntamiento, cárcel, alhóndiga, carnicería…, que se usaban como soporte para el gobierno y administración municipal), estaban representados por la mayoría de las tierras de sus respectivos términos (90-95% del total), sometidos históricamente y por decisión de la Orden de Santiago a dos principios básicos: se consideraban inalienables y no arrendables, pues en los Establecimientos y Leyes Capitulares santiaguistas se disponía que las tierras concejiles debían ser usufructuadas y distribuidas equitativamente entre el común de sus vecinos. Sin embargo, debido a las oportunistas exacciones y demanda de arbitrios, se estableció una especie de estado de excepción sobre dichas tierras, obviando su distribución gratuita y equitativa entre el vecindario y sacándolas al mercado de arrendamientos para hacer frente a los réditos o intereses de la carga hipotecaria o censos establecidos sobre los bienes concejiles. Naturalmente, para violentar lo dispuesto en los Establecimientos santiaguistas siempre era precisa una facultad o autorización real (desde finales del XV, los reyes habían asumido la administración de las distintas Órdenes Militares, sustituyendo a los maestres), que naturalmente concedían, pues en ello les iba el cobro de impuestos. De todo ello encontramos en Llerena y su entorno santiaguista la mejor constatación (4), aunque en esta ocasión nos centremos especialmente en la compra del título de ciudad.
En definitiva, a finales del XVI la deuda en la Hacienda Real (hoy, deuda soberana) estaba muy por encima de los recursos naturales y de las rentas del trabajo que los españolitos de la época podían proporcionar, entrando desde entonces la administración central a saco sobre los beneficios de las tierras concejiles. Coincidía la circunstancia anterior con la progresiva oligarquización concejil, que en Llerena, tras ciertas situaciones complejas y de difícil resumen y concreción, se asentó definitivamente alrededor de 1630, con 19 regidores perpetuos gobernando su cabildo, como así nos lo explicó con profusión de datos Antonio Carrasco García (5).
Una mezcla explosiva, ésta que coincidió en Llerena y otros pueblos del entorno: crisis y administración municipal a cargo de los oligarcas locales, que se movían y evolucionaban como pez en el agua mansa del estoicismo e impotencia vecinal (los buenos hombres pecheros de Llerena, cada vez con menos derechos en las tierras concejiles y más deberes fiscales), repartiendo impuestos y arrendando tierras a su conveniencia, es decir, amasando una fortuna en tiempos de crisis.
Pues bien, centrándonos ya en los primeros pasos y negociaciones para la obtención del título de ciudad, sabemos que desde el mismo momento en el que se instaló en Llerena la oligarquía concejil citada (1629-30), ésta entendió que el título de villa les venía corto, por lo que en las actas de cabildo y en la documentación oficial de la villa maestral empezaron a incorporar por su cuenta el título de ciudad. También desde esas fechas, los 19 regidores perpetuos se opusieron tenazmente a cualquier “acrecentamiento” de oficios concejiles perpetuos (nuevas regidurías, alférez mayor, alguacil mayor…) que se solicitara a título particular, atreviéndose incluso a rechazar el exigido por la corona a principios de 1636, pues, como decimos, desde el Consejo de Hacienda se utilizaba cualquier artimaña para hacer caja (6). En efecto, esta petición real, que implicaba un ingreso inmediato en las arcas de su Hacienda (7), fue rechazada por la oligarquía llerenense, alegando oficialmente que el concejo y sus vecinos no podían sostener más oficios públicos de esta naturaleza. Vamos, que ya tenían bastante los buenos hombres pecheros de Llerena con mantenerlos a ellos, quienes, por otra parte, no estaban dispuestos a repartirse las influencias y prebendas con más personas.
En el Consejo de Hacienda debieron enfadarse con esta postura de la oligarquía llerenense, tomando dos decisiones: por una parte, sacaron a la venta los oficios de alférez mayor y de alguacil mayor de Llerena (8); por la otra, en 1639 (9) le recordaron al gobernador que en Llerena llevaban varios años titulándose como ciudad en los documentos oficiales y en las actas capitulares, siendo sólo villa, por lo que deberían pagar 3.000 ducados si querían seguir utilizando tal título. Concretamente, en una Real Cédula del rey, dirigida a D. Antonio de Mendoza, el entonces gobernador de Llerena, le manifestaba que:
Habiéndose visto en la Junta de Ministros míos la razón que enviasteis de los títulos con que Llerena se intitulaba ciudad, acordaron y ordenaron de mandaros que una vez recibas esta cédula desistáis de tal título, quitando y borrando cualquier rótulo o papel que así lo indique, y que volváis a titularos villa… y que se pregone y publique…
Sigue la Real Cédula, advirtiendo que en lo sucesivo los 19 regidores perpetuos debían abstenerse de usar el título o distinción de señoría, aclarando que si alguna vez se hubiese tratado a Llerena como ciudad desde instancias superiores, se haría por error de pluma y no por que tuviese tal privilegio o dignidad (Madrid, 6 de junio de 1639).
En el cabildo del día 15 del mismo mes y año, el gobernador dio cuenta a los capitulares de la cédula anterior, cuyos miembros, poniéndose a título individual la real cedula sobre sus cabezas, como prescribía el protocolo, juraron acatarla, recogiendo el gobernador dicho juramento y disponiendo su publicación en la plaza pública de la villa y en la de los pueblos de los alrededores.
Respecto al acrecentamiento de oficios concejiles, el cabildo llerenense pleiteó durante una larga década por su anulación, objetivo que finalmente consiguió al ejercer el derecho de tanteo sobre los mismos, consumiéndolos (comprándoselo a sus titulares) tras el pago de los 6.000 ducados en que fueron tasados por la Hacienda Real (10). Naturalmente, ninguno de los regidores perpetuos pagó un solo maravedí, sino que adoptaron la decisión de prolongar durante varios años más los arrendamientos de las distintas dehesas concejiles, tras solicitar y conseguir la real facultad correspondiente. En definitiva, la oligarquía local se liberó de la presencia de esos dos nuevos y molestos competidores, pero los 6.000 ducados los pagó el pueblo llano.
En cuanto al título de ciudad, hemos de suponer que en reuniones informales y comisiones fuera de cabildo, los oficiales llerenenses platicarían sobre este asunto, en unas fechas en las que la situación política, militar y financiera del reino y de la villa se complicaba por momentos, pues por aquellos días se desencadenó el movimiento secesionista catalán (1639-1659) y la guerra de liberación del reino de Portugal (1639-1668), conflictos en los que fue necesario movilizar, armar y pagar (avituallar) a unos 230 soldados naturales de Llerena (11).
En definitiva, circunstancias que desaconsejaban este otro gasto totalmente superfluo, como era el título de ciudad. Por ello, en el cabildo de 4 de mayo de 1640 (12), sus capitulares, en una carta dirigida al rey, le hacían saber que si llevaban ciertos años usando el título de ciudad fue por recoger el reconocimiento que desde instancias administrativas superiores le había hecho, tanto Felipe IV en distintas cédulas y cartas, como sus antecesores, circunstancia demostrable por multitud de documentos custodiados en el archivo municipal. Decían sentirse muy honrados por ello, y que querían seguir titulándose ciudad sin tener que pagarlo, pues entendían que la villa se lo merecía tras las numerosas asistencias financieras a la corona (por encima de los 100.000 ducados en los últimos años, manifestaban) y que su Historia e importancia administrativa como cabeza de gobernación y tesorería territorial así lo aconsejaba, amen de los muchos e ilustres hijos que habían visto la luz en ella y de la importancia del Tribunal de la Santa Inquisición, bajo cuya jurisdicción quedaban numerosas ciudades (13).
La siguiente noticia que tenemos sobre esta cuestión corresponde al 24 de Enero de 1641 (14). En dicha sesión, el gobernador leyó una Real Cédula de S. M., fechada el 10 de enero de dicho año y dirigida al concejo, justicias, regidores, caballeros, oficiales y hombres buenos de la ciudad de Llerena, en la que les decía que no podía regalarles tal título. Alegaba los muchos gastos de su monarquía en defensa de la cristiandad, así como para afrontar las agresiones de los enemigos que por todas parte le acosaban (en sus territorios de Flandes, Italia y América, amen de los continuos ataques de franceses, ingleses…, circunstancias a las que últimamente habría que añadir los intentos secesionistas de Cataluña y Portugal). En definitiva, que gustosamente le daría el título de ciudad a Llerena, pero que, dadas las circunstancias, el despacho del privilegio de ciudad costaba los 3.000 ducados ya ajustados entre el cabildo llerenense y un comisionando real nombrado para este efecto (un tal Alonso Ramos). Sin embargo, al día de hoy (10 de enero de 1641), continuaba diciendo el rey en su Real Cédula, no había pagado Llerena la cantidad estipulada, por lo que si persistía esa situación de impago “mandaré despachar ejecutoria para cobrar de vos (el concejo, justicias, regidores, caballeros, escuderos y hombres buenos…) y vuestros propios lo que conforme se debiese”.
Como se puede apreciar, la concesión de ciudad (o el de villa para los antiguos lugares o aldeas) no era precisamente una gracia o merced real, sino un negocio más de los muchos que emprendió la monarquía hispana para recaudar fondos y, en estos casos, el rey y sus consejeros de Hacienda no se andaban con miramientos. En otras palabras, a los Austria le importaban poco los llerenenses, azuagueños, caserreños, traserreños, etc. de la época, limitándose a firmar y a autorizar su condición de ciudad o villa, cobrando lo que sus funcionarios estimaban oportuno.
Tras las amenazas anteriores, no quedó más remedios que recaudar y pagar los 3.000 ducados, agobiando aún más a los pecheros llerenenses, básicamente de dos maneras: aumentando la sisa sobre el consumo de alimentos (pan, aceite, vino, vinagre…) y prolongando los contratos de arrendamiento de las tierras concejiles. En aquellos momentos el concejo debía afrontar tres tipos de deudas: atrasos desde 1635 en el pago de los servicios reales ordinarios y extraordinarios, otro de milicia generado por esas fechas a cuenta de las guerras contra Cataluña y Portugal (había que vestir, armar, alimentar y pagar a los más de 200 soldados reclutados en Llerena) y aquellas otras deudas contraídas a principios del XVII con distintos acreedores que a título particular prestaron dinero al concejo a principios del XVII (especialmente para consumir los oficios de regidores perpetuos despachados por Felipe II en el XVI, esfuerzo inútil, pues Felipe IV, en 1629 nuevamente despachó y cobró 19 oficios de regidores perpetuos, amenazando ahora con vender, como vendió, los oficios de alférez mayor y alguacil mayor de Llerena) (15).
Los primeros dineros que se en torno a 1640 se generaban en Llerena (alcabalas, sisas, penas de cámara y ordenanzas, arrendamiento de las tierras concejiles…) se destinaban para los gastos militares señalados, pues en ningún caso convenía enfadar a la soldadesca que se alojaba o visitaba periódicamente la villa maestral. Por ello, si no se podía recaudar sobre la marcha la cantidad requerida de improviso para la milicia, se detraía de la estipulada y recaudada por parte de cualquier otra tesorería de las muchas presentes en la ciudad (servicios reales ordinarios y extraordinarios, bulas, penas de cámara, mesa maestral, annata y media annata, excusado, lanzas...). Tampoco interesaba al cabildo desatender los compromisos con los acreedores particulares, pues el retraso en el pago de los réditos o corridos podía determinar la aplicación de la ley concursal, es decir, el nombramiento de un administrador judicial, que asumía la administración del concejo y sus bienes, restando competencias y prebendas a la oligarquía local. Por ello, los impagos de deudas se iban acumulando sobre los impuestos ordinarios y sobre el servicio de millones, atrasos que en diversas ocasiones del XVII se les recordó y exigió a Llerena (1652, 1678, 1693 y 1696).
Pues bien, dentro de esta caótica situación, en Llerena consiguieron recaudar los 3.000 ducados que costó el título de ciudad. La Real Cédula que lo confirmaba viene precedida, como era usual en este tipo de documentos, por los créditos o títulos del monarca de turno (Don Felipe por la gracia de Dios Rey de Castilla…), a través de la cual se dirigía a todas las autoridades del reino (desde el que entonces era su hijo y heredero, el malogrado príncipe Baltasar Carlos, hasta el último de sus súbditos), haciéndoles saber cómo la villa de Llerena y sus vecinos habían hecho méritos suficiente para ser ciudad (se extiende, enumerándolos, aunque hacía especial mención de la aportación de los 31.000 ducados del último donativo exigido por la corona al partido que encabezaba). Por todo ello, y especialmente tras la gratificación de 3.000 ducados que ahora le hacía, había tomado la decisión de concederle tal título “con tratamiento de señoría (a los miembros de su cabildo municipal) y poder poner dosel en la forma y manera que lo tienen y usan todas las otras ciudades destos Reynos (…) y os mando a cada uno de vos que hayáis y tengáis por tal y llaméis e intituléis ciudad (…) Madrid, 12 de junio de 1641”.
Llegado a este punto, y para finalizar, tendríamos que preguntarnos por el verdadero significado del título de ciudad. En realidad, no representaba absolutamente nada en beneficio del común de vecinos, más bien todo lo contrario, pues sólo sirvió para engordar el ego de la postinosa y endogámica oligarquía concejil, que a partir de entonces tuvo el tratamiento de señoría, estando presidida sus actuaciones administrativas, religiosas o festivas por un paño (dosel-bandera) de terciopelo carmesí, donde aparecían bordadas las armas reales y las de la nueva ciudad. Es decir, el protocolo, boato y prebendas ya descritas en otra ocasión (16).
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(1) CARANDE, R. Carlos V y sus banqueros, Madrid, 1965.
(2) MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “Azuaga en el XVII”, en azuagaysuhistoria.blogspot.com
(3)Por ejemplo, en 1639 Casas de Reina compró su villazgo por 12.000 reales, eximiéndose de la jurisdicción de Reina, o Ahillones, que en 1646 consiguió el mismo objetivo, tras hacer efectivo el pago de 10.000 reales a la Real Hacienda Más datos en MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “La mancomunidad de términos entre las villas de Reina, Casas de Reina, Fuente del Arco y Trasierra: origen y evolución”, en Actas del VIII Congreso de Historia de Extremadura, Badajoz,
(4) MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “Crisis en la hacienda concejil de Llerena durante el Antiguo Régimen”, en Actas de las VI Jornadas de Historia, Llerena, 2005.
(5)CARRASCO GARCÍA, A. La Plaza Pública de Llerena y otros estudios, Valdemoro, 1985.
(6)AMLl, Sec. AA.CC. lib. de 1636, fol. 131.
(7)En 2.000 ducados (22.000 reales o 748.000 maravedíes) se valoraron cada un de los 19 oficios de regidores perpetuo de Llerena, cuando el jornal medio se situaba alrededor de los 2 reales.
(8)En 3.000 ducados tasó el Consejo de Hacienda cada uno de estos dos oficios.
(9)AMLl, Sec. AA. CC. Lib. de 1639, fols. 212 vto. y ss. (fotogramas 172 y ss.)
(10)Este asunto fue extraordinariamente largo y enredoso, y no parece oportuno seguirlo en esta ocasión.
(11)Aproximadamente, pues en Azuaga, con algunos vecinos menos que en Llerena, fueron movilizados 150 soldados de infantería, más unos 30 soldados de caballería. Véase MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “Azuaga en el siglo XVII”, en azuagaysuhistoria.blogspot.com
(12)AHMLl, Sec. AA. CC, lib. de 1640, fol. 285 vto. (fotograma 62).
(13)Entendemos que detrás de la redacción del acta estaría el licenciado Andrés Morillo de Valencia, uno de los regidores perpetuos de su cabildo y primer cronista de Llerena, que por esas fechas nos dejó escrita la primera crónica conocida de la ciudad a lo largo de su dilatada Historia. Nos referimos al “Compendio o laconismo de Llerena y descripción de su sitio con algunas cosas memorables de sus naturales y del gobierno de sus Tribunales”. Mucho ha sido lo que se ha escrito sobre esta crónica, como las transcripciones, análisis y estudios llevados a cabo por Cesar del Cañizo, Romero Barroso, Martín Burgueño y Maldonado Fernández.
(14)AMLl, Sec. AA.CC., lib. de 1641, fol. 339 vto. (fotograma 011)
(15)Más información en MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “Crisis…, art. cit.
(16)En mi blog titulado “Llerena, Puerta de Sierra Morena”, en un artículo publicado en el mes de noviembre de 1010, se puede ampliar este aspecto (“Cronistas llerenenses del XVII”).
En realidad, la crisis que acompañó a la monarquía hispánica del XVII ya venía gestándose desde los tiempos de Carlos V, como bien apuntó Carande en su obra más clásica (1). Este palentino, figura de la historiografía en las aulas de la universidad hispalense y con intereses y simpatía por Extremadura, nos relata cómo el emperador fue usando y abusando de los numerosos recursos de Castilla y América para desarrollar su política imperialista. Sin embargo, a pesar de disponer de tan vastos recursos, éstos no fueron suficientes para afrontar los cuantiosos gastos generados, por lo que la Hacienda Real empezó a endeudarse progresivamente.
Felipe II siguió la misma política expansionista iniciada por su progenitor. Además, sobre todo en los últimos años de su reinado, incrementó la presión fiscal en Castilla y generalizó la venta de cargos y oficios concejiles, favoreciendo la implantación de oligarquías en su administración, funesta decisión cuyos ingresos no fueron suficientes para impedir la bancarrota en la Hacienda Real. Por ello, el 15 de septiembre de 1598, pocos días después de la muerte de Felipe II, el Concejo de Hacienda puso en conocimiento de Felipe III, su heredero, y en el de los representantes de las ciudades de Castilla reunidos en Cortes el lamentable e hipotecado estado del patrimonio real. Advertían “que el rey no podía reinar y mantener su imperio de lo suyo”, es decir, de sus regalías y de las rentas y servicios reales habituales u ordinarios, sino que tendría que pedir auxilio a sus súbditos en forma de contribuciones extraordinarias. Y, “groso modo” ésta fue la directriz que presidió la política fiscal seguida por los Austria del XVII, dando como “fruto” más inmediato el progresivo endeudamiento de los concejos, sin que por ello pudieran desprenderse del crónico déficit instalado en la Hacienda Real.
En definitiva, los Austria del XVI hipotecaron al Estado. Los del XVII, sin liberarse de la situación anterior y debido a la elevada presión fiscal que impusieron, también consiguieron endeudar a los concejos, obligándolos a hipotecar sus bienes concejiles y comunales. Es más, alguno de ellos, en aplicación de la Ley Concursal promovida a instancia de sus acreedores, quedaron bajo la tutela de un administrador judicial nombrado por la Real Chancillería de Granada, como ocurrió en Azuaga, los Santos o en Rivera (2).
Estas deudas concejiles fueron acumulándose a cuenta de los numerosos requerimientos fiscales, ordinarios y extraordinarios, deudas que afectaban globalmente al concejo. Por ello, los oficiales concejiles, ante la impotencia o inconveniencia de recaudar entre los vecinos la cuota impositiva asignada por encabezamiento desde el Consejo de Hacienda, hipotecaban y arrendaban los bienes concejiles para hacer frente a la carga impositiva designada. Es decir, se desviaba dicha carga impositiva sobre los bienes comunales, situación que beneficiaba a los hacendados locales y perjudicaba a los vecinos con menos recursos.
Los impuestos ordinarios (alcabalas…) y las rentas de vasallajes (diezmos…) eran los mismos que venían sufriendo los súbditos y vasallos santiaguistas desde tiempo inmemorial, circunstancia bajo la cual sobrevivían sin excesivos apuros. El problema vino ocasionado a cuenta de los impuestos o contribuciones extraordinarias exigidas ya desde finales del XVI, es decir, los cada vez más frecuentes servicios de millones, donativos y aportaciones para obras públicas (edificios, puentes, fortificaciones...), así como otros derivados de bodas, nacimientos y pompas fúnebres en la casa real, compraventa de oficios públicos (escribanías, alguacilazgos, alferezazgos, almotacenazgos, regidurías, hidalguías…), venta de títulos de villa (3) y de ciudad, reventa de jurisdicciones y, sobre todo, gastos de guerra, ahora, en el XVII, no sólo allende los Pirineos, sino dentro de la Península, como ocurrió tras la invasión francesa de 1637 ó a cuenta de los movimientos separatistas de Cataluña (1639-68) y Portugal (1640-59).
Ante estos nuevos y extraordinarios requerimientos fiscales, los concejos, como decimos, se vieron forzados a hipotecar sus bienes concejiles, que así lo hemos detectado en Llerena y otros pueblos santiaguistas de su entorno. Estos bienes, aparte los inmuebles de naturaleza urbana (casa ayuntamiento, cárcel, alhóndiga, carnicería…, que se usaban como soporte para el gobierno y administración municipal), estaban representados por la mayoría de las tierras de sus respectivos términos (90-95% del total), sometidos históricamente y por decisión de la Orden de Santiago a dos principios básicos: se consideraban inalienables y no arrendables, pues en los Establecimientos y Leyes Capitulares santiaguistas se disponía que las tierras concejiles debían ser usufructuadas y distribuidas equitativamente entre el común de sus vecinos. Sin embargo, debido a las oportunistas exacciones y demanda de arbitrios, se estableció una especie de estado de excepción sobre dichas tierras, obviando su distribución gratuita y equitativa entre el vecindario y sacándolas al mercado de arrendamientos para hacer frente a los réditos o intereses de la carga hipotecaria o censos establecidos sobre los bienes concejiles. Naturalmente, para violentar lo dispuesto en los Establecimientos santiaguistas siempre era precisa una facultad o autorización real (desde finales del XV, los reyes habían asumido la administración de las distintas Órdenes Militares, sustituyendo a los maestres), que naturalmente concedían, pues en ello les iba el cobro de impuestos. De todo ello encontramos en Llerena y su entorno santiaguista la mejor constatación (4), aunque en esta ocasión nos centremos especialmente en la compra del título de ciudad.
En definitiva, a finales del XVI la deuda en la Hacienda Real (hoy, deuda soberana) estaba muy por encima de los recursos naturales y de las rentas del trabajo que los españolitos de la época podían proporcionar, entrando desde entonces la administración central a saco sobre los beneficios de las tierras concejiles. Coincidía la circunstancia anterior con la progresiva oligarquización concejil, que en Llerena, tras ciertas situaciones complejas y de difícil resumen y concreción, se asentó definitivamente alrededor de 1630, con 19 regidores perpetuos gobernando su cabildo, como así nos lo explicó con profusión de datos Antonio Carrasco García (5).
Una mezcla explosiva, ésta que coincidió en Llerena y otros pueblos del entorno: crisis y administración municipal a cargo de los oligarcas locales, que se movían y evolucionaban como pez en el agua mansa del estoicismo e impotencia vecinal (los buenos hombres pecheros de Llerena, cada vez con menos derechos en las tierras concejiles y más deberes fiscales), repartiendo impuestos y arrendando tierras a su conveniencia, es decir, amasando una fortuna en tiempos de crisis.
Pues bien, centrándonos ya en los primeros pasos y negociaciones para la obtención del título de ciudad, sabemos que desde el mismo momento en el que se instaló en Llerena la oligarquía concejil citada (1629-30), ésta entendió que el título de villa les venía corto, por lo que en las actas de cabildo y en la documentación oficial de la villa maestral empezaron a incorporar por su cuenta el título de ciudad. También desde esas fechas, los 19 regidores perpetuos se opusieron tenazmente a cualquier “acrecentamiento” de oficios concejiles perpetuos (nuevas regidurías, alférez mayor, alguacil mayor…) que se solicitara a título particular, atreviéndose incluso a rechazar el exigido por la corona a principios de 1636, pues, como decimos, desde el Consejo de Hacienda se utilizaba cualquier artimaña para hacer caja (6). En efecto, esta petición real, que implicaba un ingreso inmediato en las arcas de su Hacienda (7), fue rechazada por la oligarquía llerenense, alegando oficialmente que el concejo y sus vecinos no podían sostener más oficios públicos de esta naturaleza. Vamos, que ya tenían bastante los buenos hombres pecheros de Llerena con mantenerlos a ellos, quienes, por otra parte, no estaban dispuestos a repartirse las influencias y prebendas con más personas.
En el Consejo de Hacienda debieron enfadarse con esta postura de la oligarquía llerenense, tomando dos decisiones: por una parte, sacaron a la venta los oficios de alférez mayor y de alguacil mayor de Llerena (8); por la otra, en 1639 (9) le recordaron al gobernador que en Llerena llevaban varios años titulándose como ciudad en los documentos oficiales y en las actas capitulares, siendo sólo villa, por lo que deberían pagar 3.000 ducados si querían seguir utilizando tal título. Concretamente, en una Real Cédula del rey, dirigida a D. Antonio de Mendoza, el entonces gobernador de Llerena, le manifestaba que:
Habiéndose visto en la Junta de Ministros míos la razón que enviasteis de los títulos con que Llerena se intitulaba ciudad, acordaron y ordenaron de mandaros que una vez recibas esta cédula desistáis de tal título, quitando y borrando cualquier rótulo o papel que así lo indique, y que volváis a titularos villa… y que se pregone y publique…
Sigue la Real Cédula, advirtiendo que en lo sucesivo los 19 regidores perpetuos debían abstenerse de usar el título o distinción de señoría, aclarando que si alguna vez se hubiese tratado a Llerena como ciudad desde instancias superiores, se haría por error de pluma y no por que tuviese tal privilegio o dignidad (Madrid, 6 de junio de 1639).
En el cabildo del día 15 del mismo mes y año, el gobernador dio cuenta a los capitulares de la cédula anterior, cuyos miembros, poniéndose a título individual la real cedula sobre sus cabezas, como prescribía el protocolo, juraron acatarla, recogiendo el gobernador dicho juramento y disponiendo su publicación en la plaza pública de la villa y en la de los pueblos de los alrededores.
Respecto al acrecentamiento de oficios concejiles, el cabildo llerenense pleiteó durante una larga década por su anulación, objetivo que finalmente consiguió al ejercer el derecho de tanteo sobre los mismos, consumiéndolos (comprándoselo a sus titulares) tras el pago de los 6.000 ducados en que fueron tasados por la Hacienda Real (10). Naturalmente, ninguno de los regidores perpetuos pagó un solo maravedí, sino que adoptaron la decisión de prolongar durante varios años más los arrendamientos de las distintas dehesas concejiles, tras solicitar y conseguir la real facultad correspondiente. En definitiva, la oligarquía local se liberó de la presencia de esos dos nuevos y molestos competidores, pero los 6.000 ducados los pagó el pueblo llano.
En cuanto al título de ciudad, hemos de suponer que en reuniones informales y comisiones fuera de cabildo, los oficiales llerenenses platicarían sobre este asunto, en unas fechas en las que la situación política, militar y financiera del reino y de la villa se complicaba por momentos, pues por aquellos días se desencadenó el movimiento secesionista catalán (1639-1659) y la guerra de liberación del reino de Portugal (1639-1668), conflictos en los que fue necesario movilizar, armar y pagar (avituallar) a unos 230 soldados naturales de Llerena (11).
En definitiva, circunstancias que desaconsejaban este otro gasto totalmente superfluo, como era el título de ciudad. Por ello, en el cabildo de 4 de mayo de 1640 (12), sus capitulares, en una carta dirigida al rey, le hacían saber que si llevaban ciertos años usando el título de ciudad fue por recoger el reconocimiento que desde instancias administrativas superiores le había hecho, tanto Felipe IV en distintas cédulas y cartas, como sus antecesores, circunstancia demostrable por multitud de documentos custodiados en el archivo municipal. Decían sentirse muy honrados por ello, y que querían seguir titulándose ciudad sin tener que pagarlo, pues entendían que la villa se lo merecía tras las numerosas asistencias financieras a la corona (por encima de los 100.000 ducados en los últimos años, manifestaban) y que su Historia e importancia administrativa como cabeza de gobernación y tesorería territorial así lo aconsejaba, amen de los muchos e ilustres hijos que habían visto la luz en ella y de la importancia del Tribunal de la Santa Inquisición, bajo cuya jurisdicción quedaban numerosas ciudades (13).
La siguiente noticia que tenemos sobre esta cuestión corresponde al 24 de Enero de 1641 (14). En dicha sesión, el gobernador leyó una Real Cédula de S. M., fechada el 10 de enero de dicho año y dirigida al concejo, justicias, regidores, caballeros, oficiales y hombres buenos de la ciudad de Llerena, en la que les decía que no podía regalarles tal título. Alegaba los muchos gastos de su monarquía en defensa de la cristiandad, así como para afrontar las agresiones de los enemigos que por todas parte le acosaban (en sus territorios de Flandes, Italia y América, amen de los continuos ataques de franceses, ingleses…, circunstancias a las que últimamente habría que añadir los intentos secesionistas de Cataluña y Portugal). En definitiva, que gustosamente le daría el título de ciudad a Llerena, pero que, dadas las circunstancias, el despacho del privilegio de ciudad costaba los 3.000 ducados ya ajustados entre el cabildo llerenense y un comisionando real nombrado para este efecto (un tal Alonso Ramos). Sin embargo, al día de hoy (10 de enero de 1641), continuaba diciendo el rey en su Real Cédula, no había pagado Llerena la cantidad estipulada, por lo que si persistía esa situación de impago “mandaré despachar ejecutoria para cobrar de vos (el concejo, justicias, regidores, caballeros, escuderos y hombres buenos…) y vuestros propios lo que conforme se debiese”.
Como se puede apreciar, la concesión de ciudad (o el de villa para los antiguos lugares o aldeas) no era precisamente una gracia o merced real, sino un negocio más de los muchos que emprendió la monarquía hispana para recaudar fondos y, en estos casos, el rey y sus consejeros de Hacienda no se andaban con miramientos. En otras palabras, a los Austria le importaban poco los llerenenses, azuagueños, caserreños, traserreños, etc. de la época, limitándose a firmar y a autorizar su condición de ciudad o villa, cobrando lo que sus funcionarios estimaban oportuno.
Tras las amenazas anteriores, no quedó más remedios que recaudar y pagar los 3.000 ducados, agobiando aún más a los pecheros llerenenses, básicamente de dos maneras: aumentando la sisa sobre el consumo de alimentos (pan, aceite, vino, vinagre…) y prolongando los contratos de arrendamiento de las tierras concejiles. En aquellos momentos el concejo debía afrontar tres tipos de deudas: atrasos desde 1635 en el pago de los servicios reales ordinarios y extraordinarios, otro de milicia generado por esas fechas a cuenta de las guerras contra Cataluña y Portugal (había que vestir, armar, alimentar y pagar a los más de 200 soldados reclutados en Llerena) y aquellas otras deudas contraídas a principios del XVII con distintos acreedores que a título particular prestaron dinero al concejo a principios del XVII (especialmente para consumir los oficios de regidores perpetuos despachados por Felipe II en el XVI, esfuerzo inútil, pues Felipe IV, en 1629 nuevamente despachó y cobró 19 oficios de regidores perpetuos, amenazando ahora con vender, como vendió, los oficios de alférez mayor y alguacil mayor de Llerena) (15).
Los primeros dineros que se en torno a 1640 se generaban en Llerena (alcabalas, sisas, penas de cámara y ordenanzas, arrendamiento de las tierras concejiles…) se destinaban para los gastos militares señalados, pues en ningún caso convenía enfadar a la soldadesca que se alojaba o visitaba periódicamente la villa maestral. Por ello, si no se podía recaudar sobre la marcha la cantidad requerida de improviso para la milicia, se detraía de la estipulada y recaudada por parte de cualquier otra tesorería de las muchas presentes en la ciudad (servicios reales ordinarios y extraordinarios, bulas, penas de cámara, mesa maestral, annata y media annata, excusado, lanzas...). Tampoco interesaba al cabildo desatender los compromisos con los acreedores particulares, pues el retraso en el pago de los réditos o corridos podía determinar la aplicación de la ley concursal, es decir, el nombramiento de un administrador judicial, que asumía la administración del concejo y sus bienes, restando competencias y prebendas a la oligarquía local. Por ello, los impagos de deudas se iban acumulando sobre los impuestos ordinarios y sobre el servicio de millones, atrasos que en diversas ocasiones del XVII se les recordó y exigió a Llerena (1652, 1678, 1693 y 1696).
Pues bien, dentro de esta caótica situación, en Llerena consiguieron recaudar los 3.000 ducados que costó el título de ciudad. La Real Cédula que lo confirmaba viene precedida, como era usual en este tipo de documentos, por los créditos o títulos del monarca de turno (Don Felipe por la gracia de Dios Rey de Castilla…), a través de la cual se dirigía a todas las autoridades del reino (desde el que entonces era su hijo y heredero, el malogrado príncipe Baltasar Carlos, hasta el último de sus súbditos), haciéndoles saber cómo la villa de Llerena y sus vecinos habían hecho méritos suficiente para ser ciudad (se extiende, enumerándolos, aunque hacía especial mención de la aportación de los 31.000 ducados del último donativo exigido por la corona al partido que encabezaba). Por todo ello, y especialmente tras la gratificación de 3.000 ducados que ahora le hacía, había tomado la decisión de concederle tal título “con tratamiento de señoría (a los miembros de su cabildo municipal) y poder poner dosel en la forma y manera que lo tienen y usan todas las otras ciudades destos Reynos (…) y os mando a cada uno de vos que hayáis y tengáis por tal y llaméis e intituléis ciudad (…) Madrid, 12 de junio de 1641”.
Llegado a este punto, y para finalizar, tendríamos que preguntarnos por el verdadero significado del título de ciudad. En realidad, no representaba absolutamente nada en beneficio del común de vecinos, más bien todo lo contrario, pues sólo sirvió para engordar el ego de la postinosa y endogámica oligarquía concejil, que a partir de entonces tuvo el tratamiento de señoría, estando presidida sus actuaciones administrativas, religiosas o festivas por un paño (dosel-bandera) de terciopelo carmesí, donde aparecían bordadas las armas reales y las de la nueva ciudad. Es decir, el protocolo, boato y prebendas ya descritas en otra ocasión (16).
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(1) CARANDE, R. Carlos V y sus banqueros, Madrid, 1965.
(2) MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “Azuaga en el XVII”, en azuagaysuhistoria.blogspot.com
(3)Por ejemplo, en 1639 Casas de Reina compró su villazgo por 12.000 reales, eximiéndose de la jurisdicción de Reina, o Ahillones, que en 1646 consiguió el mismo objetivo, tras hacer efectivo el pago de 10.000 reales a la Real Hacienda Más datos en MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “La mancomunidad de términos entre las villas de Reina, Casas de Reina, Fuente del Arco y Trasierra: origen y evolución”, en Actas del VIII Congreso de Historia de Extremadura, Badajoz,
(4) MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “Crisis en la hacienda concejil de Llerena durante el Antiguo Régimen”, en Actas de las VI Jornadas de Historia, Llerena, 2005.
(5)CARRASCO GARCÍA, A. La Plaza Pública de Llerena y otros estudios, Valdemoro, 1985.
(6)AMLl, Sec. AA.CC. lib. de 1636, fol. 131.
(7)En 2.000 ducados (22.000 reales o 748.000 maravedíes) se valoraron cada un de los 19 oficios de regidores perpetuo de Llerena, cuando el jornal medio se situaba alrededor de los 2 reales.
(8)En 3.000 ducados tasó el Consejo de Hacienda cada uno de estos dos oficios.
(9)AMLl, Sec. AA. CC. Lib. de 1639, fols. 212 vto. y ss. (fotogramas 172 y ss.)
(10)Este asunto fue extraordinariamente largo y enredoso, y no parece oportuno seguirlo en esta ocasión.
(11)Aproximadamente, pues en Azuaga, con algunos vecinos menos que en Llerena, fueron movilizados 150 soldados de infantería, más unos 30 soldados de caballería. Véase MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “Azuaga en el siglo XVII”, en azuagaysuhistoria.blogspot.com
(12)AHMLl, Sec. AA. CC, lib. de 1640, fol. 285 vto. (fotograma 62).
(13)Entendemos que detrás de la redacción del acta estaría el licenciado Andrés Morillo de Valencia, uno de los regidores perpetuos de su cabildo y primer cronista de Llerena, que por esas fechas nos dejó escrita la primera crónica conocida de la ciudad a lo largo de su dilatada Historia. Nos referimos al “Compendio o laconismo de Llerena y descripción de su sitio con algunas cosas memorables de sus naturales y del gobierno de sus Tribunales”. Mucho ha sido lo que se ha escrito sobre esta crónica, como las transcripciones, análisis y estudios llevados a cabo por Cesar del Cañizo, Romero Barroso, Martín Burgueño y Maldonado Fernández.
(14)AMLl, Sec. AA.CC., lib. de 1641, fol. 339 vto. (fotograma 011)
(15)Más información en MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “Crisis…, art. cit.
(16)En mi blog titulado “Llerena, Puerta de Sierra Morena”, en un artículo publicado en el mes de noviembre de 1010, se puede ampliar este aspecto (“Cronistas llerenenses del XVII”).
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