martes, 24 de diciembre de 2013

SEMBLANZA DE LLERENA, SEGÚN LA VISITA DEL PERIODISTA LUIS BELLO EN 1927


 

 

Según copiamos literalmente de la Wikipedia, Luis Bello Trompeta (Alba de Tormes, 1872- Madrid, 6 de noviembre de 1935) fue un escritor, periodista y pedagogo español de cierto éxito en el primer tercio del siglo XX.
Abogado en el bufete de José Canalejas, empezó su vocación periodística en 1897 en El Heraldo de Madrid redactando extractos de las sesiones del Congreso. Pasó después a El Imparcial y luego fue redactor de España. Firma la protesta por la concesión del premio Nóbel a José Echegaray. Fundó luego La Crítica y marchó a París como corresponsal. Allí escribió su primer libro, El tributo a París. A su vuelta retoma las colaboraciones en El Imparcial, cuyos Lunes de El Imparcial se encarga de dirigir, y escribe en El Mundo y El Radical. Funda la revista Europa y dirige El Liberal de Bilbao, pasando finalmente a las filas de El Sol, donde realizó la obra por la que fue principalmente conocido: una campaña en pro de la escuela nacional. Durante algunos años viajó por toda España visitando todo tipo de escuelas y conversando con maestros, alumnos, autoridades y hombres de pueblo; sus artículos, resultado de estas visitas, despertaron la admiración y el interés de las gentes por mejorar la enseñanza. El Magisterio español tuvo en él uno de sus más ilustres defensores y la infancia uno de sus primeros protectores. Recopiló luego todos estos artículos en tres volúmenes. El 23 de marzo de 1928, Luis Araquistáin pidió desde las páginas de El Sol un homenaje nacional para el autor y se reunió en una colecta por todo el país más de 100.000 pesetas que se invirtieron en comprarle una casa al escritor.
 
 

Miembro de Acción Republicana, al proclamarse la Segunda República fue elegido diputado para las Cortes Constituyentes por la circunscripción de Madrid por la candidatura republicano-socialista y formó parte de la comisión que redactó el texto constitucional. Presidio también la Comisión del Estatuto para Cataluña. Durante el bienio izquierdista dirigió el diario republicano Luz y siguió colaborando en El Sol. Después de la revolución de octubre de 1934, fue encarcelado junto a Manuel Azaña en Barcelona; ya en libertad fundó el semanario Política convertido más adelante en diario, órgano oficioso de Izquierda Republicana. La muerte le sorprendió en Madrid siendo diputado a Cortes por Lérida.

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Pues bien, en uno de sus viajes por España, Luis Bello visitó Llerena, dejando una impronta de la ciudad recogida en el diario El Sol (Madrid), en su edición del 7 de abril de 1927. Formaba parte este artículo de la columna que el periodista mantenía en el diario citado, bajo el título genérico Visita de Escuela, y con el subtítulo Tradiciones. En él refleja D. Luis las pasadas luces y las entonces sombras de la ciudad, describiendo con admiración sus edificios, casa, murallas, plazas, plazuelas y calles, saludando efusivamente al nuevo edificio escolar en construcción (el actual grupo Suárez Somonte, del que este articulista fue alumno), mientras que por otro lado relata su atraso dieciochesco reflejado en la suciedad de sus calles, donde reinaban las moscas y pululaban los agentes trasmisores del paludismo en los charcos que alimentaban caños y albañales.

Llegó el periodista a Llerena en el tren que desde Córdoba enlazaba en los Rosales con Extremadura , describiendo sucintamente este último tramo del viaje según el texto que sigue, que nos recuerda la pluma de Azorín:  
Fui a Llerena por primera vez al entrar el otoño, y vuelvo en riguroso invierno. Aun tardando algo más, prefiero a cualquier otro itinerario el que nos deja en Extremadura por su frontera sevillana. Ir en el rápido de Andalucía hasta Los Rosales, dos estaciones más abajo de Lora del Río, y allí tomar el tren de Mérida. Nos obliga este plan a luchar con la terrible sirena: Sevilla. Hace falta mucha voluntad para no seguir adelante. Pisamos unos minutos, de tren a tren, esta tierra, que vive ya en plena primavera, y la dejamos para volver otra vez al Norte; es decir, para deshacer el encanto de Despeñaperros y Santa Elena. Nuestro sacrificio tiene un premio: la línea nos lleva hacia Sierra Morena por un país delicioso. Olivos, naranjos, setos de chumberas, en vez de cercas. Los naranjos están en fruto. Los cortijos, rodeados de huerto, con sus dos palmeras, y alguna vez, un gran pino de copa ancha, redonda. El Pedroso, con sus minas ferroviarias. Cazalla de la Sierra, los alambiques hasta la misma estación. A lo lejos, el cerro de Constantina, Alanís, y luego, la miranda de Guadalcanal, por donde sube el tren despacio, como un arquero viejo entre las almenas de su castillo. Ya volvemos a sentirnos otra vez en la altiplanicie, y nos da en la cara el viento de la meseta.
 
Ya en Llerena, rápidamente capta la impronta de la baja Extremadura:
Cuando bajamos en Llerena es indudable que hemos pasado una frontera. El sol, el acento y el blanco rabioso de las paredes encaladas podrán desorientarnos; sin embargo, todo esto tiene el carácter propio y genuino de la Extremadura Baja, fronteriza de Andalucía; pero también de Portugal. Para comprenderlo conviene venir por Los Rosales unas veces, y otras, dar la vuelta de Olivenza por Fregenal y Zafra. Es Extremadura, y ahora veremos que, por alguno de sus rasgos, lo más personal y lo más fuerte de Extremadura.
 
Sigue el artículista, ahora centrándose en su principal inquietud: la enseñanza pública de la localidad, sus deficiencias y la necesidad de mejorarla:
Nuestro viaje de escuelas acabará aquí pronto. Había muy pocas -cuatro de niños para 5.500 habitantes- y tan malas, que fue preciso llevarlas todas al Ayuntamiento, donde viven en precario, mal instaladas, molestando y sufriendo molestias del Concejo. Hace cuatro años se acordó construir grupos escolares, y las obras están ya casi acabadas. Sólo elogios merece Llerena, por consiguiente. Pero puestos en la plaza grande de Llerena, no creo que haya nadie capaz de contentarse con ver escuelas.
 
En efecto, como señala en el último párrafo, la ciudad merecía una detenida visita, para lo cual se haría acompañar de las personas adecuadas, recreándose en ella:
Al recorrer la ciudad en busca del nuevo edificio (el de las escuelas en construcción), nos sorprenden, como un descubrimiento, las calles estrechas y las casas blancas, sencilla y graciosamente ornamentadas con un estilo que parece haberse detenido en lo mejor del siglo XVIII. ¿No se habrá parado también Llerena, como su arquitectura? ¿No será útil decirle sinceramente cuáles son aquí las impresiones más hondas de un viajero español que no es el turista? Descontamos la magia de la luz sobre la cal, así como la gracia de todas sus líneas. No hay casas feas, desproporcionadas o inarmónicas en Llerena. Por esa calle de las Almas -o de las Armas-, por las plazuelas viejas del Pasquín, de la Fuente Pellejera, del Toledillo, del Peso, de los Ajos, que hoy se llaman como Dios quiere, nos cegará el sol si llegamos en los meses cálidos. Relumbrarán hierros, tejas y piedras, como en Cádiz.
 
La atención prestada por el periodista a calles, plazas y edificios, no le impide captar lo más retrógrado de la ciudad: la suciedad, que le daba aire y perfumen propio de los siglos XVII y XVIII. Así:
Sin embargo, nadie nos quitará una sensación de desconfianza y una tentación de ponernos en guardia. ¿Contra qué? Contra la ruina interna de una ciudad que no se defiende. En ninguna otra parte del mundo -ni siquiera en Ohiclana- verá el viajero tantas moscas como en Llerena. Donde el pavimento es de losas o de guijarros, queda estancada en el arroyo el agua de lavadero o del albañal. Donde no hay esa armadura, el suelo, blando, se embarra como un camino. Y las moscas triunfan. Respete usted -me dicen- todo el carácter de las viejas ciudades históricas. Importa poco un detalle de urbanización cuando vamos buscando los tesoros del arte y de esa manera de vivir local con arreglo a sabias normas tradicionales. Pero Llerena puede ser fácilmente una de las ciudades más hermosas de España. Situada en la ruta de Sevilla a Mérida, detendría el paso del viajero. Y algo más importante aún: se podría vivir en ella suprimiendo las fiebres palúdicas. Yo no creo que en el gran siglo de Llerena -el siglo XVII- estuviera tan descuidada como hoy; pero si tal es, en efecto, la tradición, debe rechazarla por medio de una pequeña revolución municipal.

 


Recabó también don Luis información sobre las circunstancias socioeconómicas de Llerena, quejándose sus interlocutores del escaso desarrollo y actividad económica de la ciudad, que chocaba con el progreso observado en Azuaga en las últimas décadas, pueblo con el que se mantenía una infundamentada rivalidad histórica (en algún momento habrá que explicar sus orígenes), que no cesa, como si fuese imprescindible la ruina de uno de estos pueblos para tranquilizar al otro. Textualmente:
También va unido históricamente a Llerena el recuerdo de la Inquisición, y, sin embargo, ya no queman a nadie en las Peñas del Obispo. La ciudad no progresa. Escasamente ha ganado en un siglo millar y medio de habitantes, y hoy Azuaga, pueblo de menos historia, cubre tres veces la población de Llerena. Con fiebres palúdicas y con Inquisición, acaso le pareciera más interesante al turista. Completaban esos dos elementos estéticos la emoción melancólica de las murallas rotas, en cuyos escarpes, socavados, cobíjanse pobres viviendas con una huertecita como un pañuelo al pie. Así tendría más valor la silueta moruna del hospitalillo o de la ermita del Arrabal. Ahora paseamos por estas calles quietas sin esperanza de encontrarnos con uno de los más violentos espectáculos que han podido conmover el corazón de un hombre. Pasaremos el jardinillo, casi abandonado. Por una, plazoleta llana saldremos a la calle deI Cristo. Allí está el templete donde se guarece, bajo el palio de un extraño tejadillo barroco, la cruz más imponente, la cruz más siniestra que ha podido alzar la piedad de un pueblo.
 
Deja don Luis para el final la imprescindible, tópica y recurrente referencia a la Inquisición, evocando lúgubres escenas de judaizantes quemados (también habrá que situar en su verdadera dimensión este asunto) y de misteriosos alumbrados (en realidad, sólo el fruto del dudoso equilibrio mental de fray Alonso de la Fuente, quedando reducido el alumbradismo y los alumbradistas a una pandilla de clérigos inconexos y disconforme con la dureza del celibato, en connivencia con cierto perfil de mujeres, en su mayoría asociadas en prostíbulos, a las que no hacía falta alumbrar). En efecto, por lo que hemos podido averiguar consultando los archivos llerenenses, especialmente los de Protocolos Notariales, tanto como en la defensa de la ortodoxia vigente,  el tribunal local se preocupaba de su hacienda o fisco, embargando y secuestrando bienes por simples delaciones, prestando dinero a censo y constituyendo un patrimonio de extraordinaria magnitud. En cualquier caso, así concluye este viajero periodista su crónica sobre Llerena, seguramente con el asesoramiento de Vidarte, pues este llerenense también recoge el texto que sigue en su libro No queríamos al Rey:


Reconstruimos la escena. Vemos a la multitud inquieta, presa de sus dos fiebres, esperando. Primero han salido por la calle de Santiago los regidores perpetuos de Llerena, sus alguaciles, sus maceros, con ropa de damasco y terciopelo carmesí, mazas de plata, todos en sus cabalgaduras, hasta detenerse en la plaza a la puerta del Santo Tribunal. Salen los tres inquisidores en sus mulas negras con gualdrapas y tocadores de terciopelo negro. Todos a caballo, siguiendo el orden que por su antigüedad les corresponde, dan dos vueltas por la plazuela de la Inquisición, y por la calle de Santiago y calle de las Armas enfilan en la plaza, donde tienen ya dispuesto el tablado, bajo un dosel, cinco sillas de terciopelo carmesí y a los pies cinco almohadones de lo mismo. Allí tomarán asiento con el gobernador -que en 26 de abril de1552 era D. Pedro Antonio Ponce de León, y estarán sentados todo el día, asistiendo a la celebración del auto. Luego, por ese mismo camino, los relaxados al brazo secular vendrán montados en jumentos. Con ellos, el alcalde mayor, D. Alonso Gómez, entre sus alguaciles, y todos llegarán al sitio donde se ha de ejecutar el castigo. (Así lo vemos, tal como lo describen documentos del archivo de Llerena que ha copiado para mí un maestro, pero que ya usó D. Nicolás Díaz y Pérez.) No aquí se les quemaba, sino en las Peñas del Obispo. Pero esa cruz indica algo. La Inquisición levantó sus hogueras en la plaza, previniendo el pueblo la leña y llenando, según sus categorías, balcones, ventanas y arcos al pie de la Giraldilla de Santa María de la Granada. Luego las llevó a la salida del pueblo, donde hoy vemos el Cristo, y más tarde, a las Peñas. Todo era preciso para atajar la peligrosa secta de los alumbrados de Llerena.

 

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