sábado, 21 de febrero de 2009

LLERENA Y LOS ALUMBRADOS



(Publicado en la Revista de Llerena, 1999)

I.- INTRODUCCIÓN

Han sido tantos y tan importantes los investigadores y escritores interesados en este auto, que resulta difícil discernir entre los diferentes enfoques con que observaron el alumbradismo extremeño y su repercusión en Llerena. Me refiero a fray Alonso de la Fuente, Astraín, Barrantes Moreno, Menéndez Pelayo, Gregorio Marañón, Álvaro Huerga, Bernardino Llorca y un largo etcétera. De ellos, sólo fray Alonso fue testigo de los hechos que aquí se analizan, participando activamente en el descubrimiento y persecución de alumbrados y beatas. El resto de los autores señalados contemplaron estos acontecimientos desde la distancia del tiempo, siendo el estudio más profundo y documentado (también el más reciente, es decir, conociendo trabajos anteriores) el de Álvaro Huerga. Este autor, con escasas excepciones, defiende el punto de vista del dominico Alonso de la Fuente, criticando la opinión interesada del jesuita Astraín y las ligeras y anecdóticas interpretaciones de Barrantes, Menéndez Pelayo o Gregorio Marañón, por citar a los más conocidos. No se pretendemos admitir que el punto de vista más acertado fuese el defendido por Huerga pues, en su contra, parece excesivamente identificado con la opinión de fray Alonso, quien, a su vez, en la continua y obstinada persecución de alumbrados que le caracterizó, no dejó títere con cabeza, sospechando e involucrando en la herejía a los jesuitas, dadas las tradicionales enemistades entre estas dos órdenes religiosas. Incluso, involucraba como alumbradista a fray Luis de Granada, su hermano de hábito, y a Teresa de Jesús, Juan de Rivera y Juan de Ávila, posteriormente elevados a los altares; es decir, implicaba a lo más florido de la mística española, borrada en la actualidad de los currículos del bachillerato, adelantándose nuestro fraile a los responsables de la política educativa en vigor. Aún fue más osado fray Alonso, pues, indirectamente, al relacionar a los jesuitas y a fray Luís de Granada con la secta alumbradista, ponía en entredicho a su protector, D. Fernando, cardenal infante de Portugal, tío de D. Sebastián (entonces rey de Portugal) y de Felipe II, circunstancia que a punto estuvo de provocar incidentes políticos de gravedad.
A la vista de este ramillete de personajes, entre los cuales están lo más florido del siglo XVI, resulta difícil discernir entre una y otra opinión, circunstancia que no va a ser obstáculo para tomar partido en este controvertido asunto, especialmente porque se intenta despertar el interés de otros llerenenses que pudieran profundizar en el esclarecimiento del movimiento alumbradista y en el papel que desempeñó el Santo Oficio de nuestra ciudad.
En las páginas que siguen, sólo se pretende recopilar parte de la extensa bibliografía sobre este asunto, resumiendo lo mucho que ya se ha escrito y comprometiendo y facilitando el camino a los que deseen ampliar y opinar sobre la citada secta. Y se abordan en tres capítulo: los principios que regían en el alumbradismo, la intervención e interpretación de fray Alonso de la Fuente y el auto público de fe que tuvo lugar en Llerena, el 14 de junio de 1579, Domingo de la Santísima Trinidad.

II.- LA DOCTRINA ALUMBRADISTA
Se trata del aspecto más subjetivo del estudio propuesto. Ya resultaba difícil definirla y delimitarla en el XVI, pues los españoles de la época tenían puntos de vista distintos, según se tratase de los propios alumbradistas o de fray Alonso, los jesuitas, los místicos, el clero o el pueblo llano.
La primera divergencia surge a la hora de establecer la aparición de los alumbrados en el panorama nacional. Sin entrar en mayores polémicas, el primer brote serio y colectivo de alumbradistas que se trató inquisitorialmente tuvo lugar en Toledo, entre 1525 y 1530; después, el caso que nos ocupa, para volver a tratarse más adelante en distintas zonas de Andalucía. Pero ¿en qué consistía esta herejía?; ¿cuál era su doctrina?
Según Álvaro Huelga, Barrantes no estuvo acertado en sus tesis sobre el alumbradismo y en la descripción del proceso seguido en Llerena. Sobre este ilustre extremeño, continúa opinando Huelga con aires de suficiencia, "se trataba de un solícito acarreador de papeles viejos (...), ufano por sus hallazgos", refiriéndose al códice salmantino que publicó en su Aparato Bibliográfico para la historia de Extremadura (Madrid, 1875).
Tampoco tuvo fortuna D. Marcelino Menéndez Pelayo en la interpretación de esta doctrina, siguiendo también la opinión de Álvaro Huelga, pues le "colmaba hasta la hartura la exposición que hizo Barrantes sobre la secta de los alumbrados extremeños". D. Marcelino se equivoca al centrar en Llerena tal foco de inmoralidad y herejía, refiriéndose a la secta, pues, como también consideraba Huelga, el protagonismo de nuestra ciudad quedó reducido al simple hecho de que en ella tuvo lugar el más famoso de los autos públicos de fe contra esta secta, en el que, por otra parte, no se sentenció a un sólo llerenense.

En efecto, en Llerena existirían alumbrados como en cualquier otro pueblo del entorno, aunque no tenemos constancia de que entre su vecindario se localizase ninguno de los principales cabecillas. Igualmente, no tiene que ajustarse a la realidad el fácil argumento (defendido por Barrantes y Marañon) de que nuestra Extremadura fuese terreno abonado para que la secta hiciera estragos entre su vecindario, al escasear los hombres que generosamente había aportado a la conquista y colonización americana. En contra de este rutinario argumento están otros hechos constatados, como fue la anterior aparición de alumbrados en Toledo y los posteriores brotes en ciertas zonas de Andalucía, amén de que la emigración a Indias no supuso un despoblamiento tan elevado como a veces se considera. En todo caso, aparte de la posible incidencia de las circunstancias consideradas, la raíz del problema se asentaría en el excesivo número de clérigos, cuyo celibato no era fácil de asumir.
Sí parece más acertada la opinión de D. Marcelino en la defensa de los místicos del XVI, considerando a ciertos principios alumbradistas como "una grosera desviación pseudomística, despreciando sus vulgares ritos y calificando a los clérigos solicitantes como lujuriosos, groseros, concupiscentes y enojados con los rigores de su ministerio y celibato"; o cuando hablaba de monjas sin vocación y de beatas con comportamientos de celestinas y mal aliñadas en su vestir y presencia. Sin embargo, parece exagerada, por peyorativa, la consideración que tenía sobre fray Alonso, calificándolo de "vulgar fraile, lleno de preocupaciones de convento, corto de entendimiento, extremoso y de ramplón estilo literario"; es decir, justamente la opinión contraria a la defendida por Álvaro Huerga, quien no perdona a Menéndez Pelayo esas desconsideraciones con fray Alonso, devolviendo a este ilustre autor algunos calificativos equivalentes, cuando juzga el contenido de sus estudios sobre los heterodoxos.
D. Gregorio Marañón, en su "Don Juan", por las limitaciones que requería el asunto que consideraba, sólo recoge los aspectos más tópicos, que son los que encajaban en sus tesis sobre clérigos "donjuanistas". Después de algunas consideraciones previas, calificando al alumbradismo como un "misticismo de torpe calidad, degenerado y grosero", aborda el tema de lo que él llamaba alumbrados de Llerena, siguiendo las pautas marcadas por Barrantes y Menéndez Pelayo. Textualmente:
“En esta ciudad extremeña, casi despoblada de sus mejores hijos, que corrían a las Américas en busca de oro y de gloria, y habitada en gran parte por gente de aluvión, moriscos conversos y judaizantes, apareció una epidemia de alumbradismo que alcanzó a gran número de mujeres, transformadas por varios clérigos desaprensivos. Pasaban los infelices del éxtasis del quietismo místico al directamente sexual con fanático fervor (...) Derretíanse en amor de Dios; pero el derretimiento ocurría en brazos de sus predicadores, hasta que, al fin, el hecho fue denunciado por el Padre La Fuente y la llama apagada con rápida severidad por la Inquisición”

Le faltaba considerar a D. Gregorio, como a D. Marcelino o a D. Vicente Barrantes, el excesivo número de clérigos que soportaba el vecindario de Llerena, la mayor parte de ellos sin vocación y oportunistas. En efecto, según el censo de Castilla de 1591, de las 2.066 unidades familiares (unos 8.250 habitantes) presentes en Llerena y sus tres aldeas (Cantalgallo, Higuera y Maguilla), 73 de ellos eran clérigos seculares, 40 franciscanos y 12 dominicos, aparte 168 monjas (46 en Santa Isabel, 40 en Santa Clara, 36 en el convento de la Concepción y 26 en Santa Ana). Más desequilibrada era la estadística de 1787, según el censo de Floridablanca, cuando entre clérigos (seculares y regulares) y monjas representaban casi la décima parte de la población de Llerena.

Entonces ¿a quién creemos? Según Huerga, hemos de beber en la fuente original, es decir, en los escritos y Memoriales de Fray Alonso, en otros de la época que se redactaron sobre el mismo asunto y en la documentación que sobre este tema se conserva en el Archivo Histórico Nacional. Ya se ha dicho que el tratamiento más extenso y documentado corresponde a Álvaro Huerga, pero también se insiste en la simpatía, en absoluto disimulada, que este autor manifiesta por la obra y persona de fray Alonso.
En todo caso, la fuente más directa que tenemos para aproximarnos a la doctrina alumbradista la encontramos en los memoriales que se redactaron en la época, por lo que, para una mejor síntesis, tomamos como referencia parte del Memorial que fray Alonso remitió a Felipe II en diciembre de 1575, según fue recopilado por Miguel Mir y Justo Cuervo en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos (Madrid, 1903). En uno de sus apartados, bajo el epígrafe "Vida y errores de los Alumbrados", con una interpretación personal acomodada para su lectura, se contempla lo siguiente:
“Lo que resulta de la vida y errores de los Alumbrados, que se han descubierto con mucha diligencia en diversas almas que han comunicado en esta doctrina, advirtiendo primero que lo que va junto y distinto y recogido en este Memorial está tan oscuro, tan confuso y esparcido en la gente de esta secta que, para distinguir un sólo error, es menester sudar gotas de sangre por ser invención artificiosísima de herejes ocultos, cuya propiedad nativa es encubrir y solapar las herejías y maldades que tienen en el alma.
Manifiestamente se entiende que la mayor parte de los errores de esta secta están escondido, por que los discípulos más allegados de él, de quien se presume que saben el misterio, generalmente se han cerrado y no dicen palabras al Santo Oficio”.

Continúa el texto, ahora relacionando los principales errores de la secta alumbradista:
1.- Que son grandes hechiceros y magos y tienen pacto con el demonio, del cual se aprovechan para muchos fines. En primer lugar, con esta excusa rinden a sí a las mujeres y hombres y se adueñan de sus almas (...) En segundo lugar, que con dicho ardid santifican a muchas personas ignorantes, que sienten en sí el Espíritu Santo y manifiestan tener revelaciones y visiones (...) En tercer lugar y principalmente, que utilizan estos trucos para alcanzar a las mujeres y aprovecharse de sus cuerpos, para cuyo efecto le ayuda el demonio grandemente, el cual viene a las mujeres y las enciende terriblemente en deseo carnal con tan gran opresión que las hace buscar a sus maestros para pedir la medicina que calme sus tentaciones, porque ninguna otra persona puede remediarla. Y estos falsos maestros las consuelan, dándoles a entender que no es pecado, porque haciendo aquellas cosas con necesidad espiritual no es ofensa de Dios (...), y otra sarta de insinuaciones propias de la más audaz narrativa pornográfica, acentuada por concurrir el celibato de los maestros y su particular trato con las beatas.
2.- Que también el demonio entra en las obras carnales y viene a las alumbradas y tiene partes con ellas (...) y que dichas alumbradas califican aquello por tentación de justos; y entrándose en aposentos secretos para hacer exorcismos contra los dichos demonios, tienen partes con las dichas alumbradas...
3.- Que viene el demonio en figura de Cristo y acomete carnalmente a las mujeres (...) y, llegándose a ellas amorosamente, tenía acceso carnal, con circunstancias tan feas, tan abominables, que no se deben comentar por no ofender a Jesucristo...
4.- Que los alumbrados, al tiempo del coito, siembran fuera del vaso por no preñar a las alumbradas...
5.- Que en el acto sacramental tratan cosas abominables (...) y mandan los maestros que no se confiesen con otros sino con ellos, porque no se descubran sus maldades. Y de aquí nace, que faltando del pueblo los clérigos alumbrados, comulgan sus discípulas sin confesar, aguardando que vengan sus confesores y maestros.
6.- Que para encubrir sus abominaciones y para disimular el trato ordinario con sus beatas, les administran la confesión y comunión con frecuencia.
7.- Que realmente toman por suyas a las alumbradas con quien se tratan, apartando a las doncellas de sus padres y a las casadas de sus maridos...
8 y 9.- Que enseñan y practican que la gracia viene al alma con señales, confundiendo el sentimiento divino con movimientos sensibles...
10, 11, 12, 13 y 14.- Otras desviaciones pseudomísticas promovidas, según fray Alonso, por algunos de los místicos de la época: Santa Teresa, San Juan de Ávila, etc. y, especialmente, por los jesuitas.
15.- Que en esta vida puede ser uno bienaventurado y puede llegar a ser impecable (perfectos y santos), y que los perfectos no tienen que hacer obras virtuosas.
16.- Que las personas de la secta decían que Dios las gobernaba inmediatamente, y que, por lo tanto, no había que obedecer a hombre ni a prelado, sino sólo a Dios, desobedeciendo a cualquier autoridad eclesiástica, incluido al Santo Padre.
17.- Que dudan de muchos de los contenidos teológicos oficiales.
18.- Que opinan mal del matrimonio, sobre cuyos compromisos sostenían fuertes dudas.
19.- Que para dedicarse a la vida contemplativa es necesario comer bien, sin eliminar la carne; es decir, despreciando el significado del ayuno y la abstinencia.
20.- Que es más del agrado de Dios la vida contemplativa que el ayuno impuesto por la jerarquía eclesiástica.
21.- Que la perfección se conseguía sólo con la oración, independientemente de cualquier otro comportamiento.
22.- Que en los momentos difíciles interviene la revelación divina.
23.- Que es más valiosa la oración mental que la oral, considerando inútil a esta última y sacramento a la primera.
24.- Que la verdadera confesión es la general.
25.- Que sólo con la práctica alumbradista o iluminada se consigue la salvación.
26.- Que no es pecado que los clérigos-maestros desvelen la confesión de sus discípulas.
27.- Que es lícito que el confesor pida al penitente el nombre del cómplice del pecado, para que, si procede, sea castigado.
28.- Que las mujeres deben rechazar la solicitud de sus maridos, si quieren adquirir la perfección.
29.- Que, en todo caso, si no logran rechazarlo, no colaboren ni sientan placer.
30.- Que es mejor comulgar con varias formas u hostias.
31.- Que con más formas se adquiere más gracia.
32.- Que no es bueno mirar al Santísimo Sacramento cuando es alzado.
33.- Que sufren viendo la imagen de Jesucristo.
34.- Que algunos clérigos-maestros, tras oír en confesión a sus beatas, mandan a que las absuelvan otro clérigo.
35.- Que obligan a sus discípulas a que le repitan la confesión que hicieron con clérigos que no fuesen de la secta.
36.- Que no basta guardar los mandamientos para salvarse.

En definitiva, graves desviaciones de los principios teológicos imperantes en la época y ciertos desahogos naturales, la mayor parte destinados a satisfacer las necesidades sexuales de los maestros alumbrados. Aparte, se reforzaba la idea de grupo cerrado para mantener el secreto, desafiando al mismo tiempo a la jerarquía religiosa y a la ortodoxia oficial. Se defendían también ciertos principios pseudomísticos, en los que fray Alonso veía la influencia de Santa Teresa, fray Luís de Granada, San Juan de Ávila, San Juan de Rivera y otros místicos de la época. Asimismo, el dominico consideraba que algunos de los argumentos teológicos de los místicos, por aproximarse a ciertas herejías, sólo debían ser conocidos por personas con una sólida formación y no por el pueblo llano, que pudiera interpretarlo mal e inducirle a ciertas desviaciones religiosas, máxime cuando sus libros se redactaban en legua vulgar, en lugar de hacerlo en el preceptivo latín.


III.- FRAY ALONSO DE LA FUENTE
La bibliografía de este fraile es extensa. Él mismo se encargó de ir dejando referencias sobre los aspectos de su vida que consideraba más brillantes, sin dejar huella de cualquier otra circunstancia que le perjudicara. Para ello escribió numerosos escritos y Memoriales, a través de los cuales no es difícil adivinar que se trataba de una persona vanidosa, obstinada y extremadamente ortodoxa, con aspiración de subir a los altares. Además de sus propias anotaciones, para completar su bibliografía seguimos las investigaciones y aportaciones de Diego I. de Góngora, Barrantes Maldonado, Antonio Astrain, Menéndez Pelayo, Antonio Márquez, Ignacio Iparraguirre, Horacio Santiago-Otero, E. Llamas Martínez, Pedro Rubio, Álvaro Huerga, etc., autores de gran prestigio, algunos de cuyos trabajos están dedicados a recopilar datos sobre la vida y andanzas de fray Alonso.
Según los autores citados, Alonso de la Fuente nació en 1533, bautizándose el 15 de Agosto de ese año en la parroquia de Fuentes del Maestre. Hidalgo por nacimiento, siendo muy joven sus padres lo enviaron a Sevilla, para que en la ciudad más importante de la época se instruyera en los “saberes” propios de su tiempo y condición social. Muy pronto se sintió atraído por los estudios de Filosofía, Latín y Gramática, circunstancia que aconsejaron su inscripción en el colegio de Santo Tomás, santo y seña de la cultura hispalense del XVI. Allí descubrió su vocación sacerdotal, por lo que, tras proseguir los estudios de Teología con brillantez, ingresó en la orden de los dominicos.
Al parecer, nuestro protagonista tenía aspiraciones distintas a las que le ofrecía la ciudad hispalense, aparte de sentir añoranza por su tierra y la necesidad de realizarse como predicador. Por ello, sus superiores lo destinaron en 1570 al convento de dominicos de Badajoz, circunstancia que aprovechó para realizar periódicas visitas a Fuente del Maestre, donde seguía avecindada su familia.
El primer contacto directo con los alumbradistas, según manifiesta Huerga, fue impensado e inesperado. Tuvo lugar en su propio pueblo, en diciembre de 1570. Allí conoció al clérigo Gaspar Sánchez, quien, según escribió el propio fray Alonso, "tenía grande opinión de santidad y buena vida, confesaba permanentemente a ciertas beatas y predicaba muy a menudo". Tras intimidar con el citado Gaspar Sánchez y sus beatas, pronto detectó la malicia del clérigo y la pobreza espiritual de estas mujeres, aunque decidió no tomar ninguna determinación al respecto.

De vuelta a Badajoz, y en su continuo peregrinar por los pueblos del entorno, pudo comprobar que la secta alumbradista estaba muy extendida. Por ello, intentó profundizar en los principios y desviaciones de la ortodoxia oficial y en la magnitud de su difusión. Viendo que el asunto era grave, no se dio tregua en averiguar sus causas y combatirlas, siendo éste el tema obsesivo de sus sermones, especialmente cuando, en la primavera de 1571 y de vuelta a su pueblo natal, se encontró con el enemigo en casa, representado por dos de sus sobrinas, que habían sucumbido a las insinuaciones del clérigo Gaspar Sánchez. "Sentí, decía nuestro fraile, una ilustración tan poderosa de los misterios de esta secta y de las maldades que en ellos se encierran, que apenas lo podré significar: Parecíame que visiblemente veía a los demonios en los dichos efectos y que los autores eran azotes crueles de la Santa Madre Iglesia y que todos los maestros de esta maldad eran ministros del Anticristo".
Es precisamente por estas fechas, cuando el dominico decide actuar, denunciando la doctrina alumbradista ante el Tribunal del Santo Oficio de Llerena y también ante D. Gonzalo de la Fuente, prior y máxima autoridad religiosa de la Provincia de León de la Orden de Santiago. En el Tribunal se encontró con la sorpresa de que sus enemigos se le habían adelantado, acusándole de hereje. Sin embargo, ni esta acusación, ni la que presentó fray Alonso contra los alumbradistas fue tomada en serio por los inquisidores llerenenses. Concretamente, al dominico le recomendaron que no se excediese en su celo teológico y que guardase la prudencia conveniente. Más negativa fue la respuesta de D. Gonzalo, pues le prohibió predicar en La Fuente del Maestre.
Ninguna de estas advertencias y contradicciones hicieron mella en el ánimo persuasivo de fray Alonso. Es más, tomó la decisión de asentarse en Llerena y hacer méritos para ocupar un puesto de responsabilidad en el tribunal inquisitorial, lugar y circunstancia que serían definitivos para atajar los despropósitos alumbradistas. La primera de estas aspiraciones la conseguiría años después; la segunda también, aunque de forma indirecta, como calificador del Santo Oficio y a través de su amigo José Antonio Montoya, fiscal y posterior inquisidor en el auto de fe contra los alumbrados. Por lo pronto, logró permanecer en Llerena durante todo el verano de 1571, recogiendo información de las maldades y ritos de estos herejes de nuevo cuño, que se señoreaban en las mismas narices de los inquisidores.
Acabado el verano y convencido de que los señores inquisidores (a quienes consideraba como ancianos achacosos) entendían muy poco sobre cuestiones teológicas y se involucraban menos en defender la ortodoxia católica, volvió a Badajoz. Y es ahora cuando empieza a sospechar que el alumbradismo extremeño estaba favorecido por la doctrina y predicamentos de Juan de Rivera (antiguo obispo de Badajoz, hoy San Juan de Rivera) y dos de sus discípulos preferidos (Fray Luís de Granada y Juan de Ávila, hoy San Juan de Ávila). Estas circunstancias, que chocaban de plano con el sentir popular hacia tan grandes místicos, le hizo reflexionar sobre la verdad de sus sospechas, por lo que se desplazó a Sevilla, donde, tras consultar con los teólogos de esta ciudad, decidió no cambiar el rumbo de sus intenciones e investigaciones.
Por fin, a principios de 1572 consiguió el traslado a Llerena, ocupando el cargo de predicador en el convento dominico de San Antonio. Aquí se empleó sermoneando por todos los pueblos de la comarca, siempre en la misma dirección antialumbradista, adoptando una posición cada vez más inflexible y tenaz contra los herejes, aparte de escribir continuos Memoriales sobre el asunto y de intentar convencer a los que él consideraba acomodados e ineficaces inquisidores llerenenses. Como este último objetivo se le resistía, decidió atajar definitivamente el mal, trasladando sus inquietudes al Consejo Supremo de la Inquisición, con sede en la villa y corte de Madrid. La oportunidad se le presentó cuando fue comisionado por el convento a resolver ciertos asuntos en la sierra de Ávila, aprovechando la proximidad de Madrid para poner en conocimiento de dicho Consejo las desviaciones heréticas de los alumbrados. Para este efecto, ya tenía preparado un minucioso Memorial, que puso en manos de D. Rodrigo de Castro, veterano inquisidor, miembro del Consejo Supremo y obispo de Zamora quien, tras consultar y comentar el contenido del Memorial con el resto de los miembros del Consejo, ordenó al Tribunal de Llerena que les remitiesen todos los documentos y Memoriales relacionados con la secta.
Estudiado el asunto en Madrid y considerando grave la situación, el Consejo adoptó distintas medidas: ordenar a los inquisidores de Llerena que encarcelasen a los principales cabecillas de la secta en Extremadura (los clérigos Hernando Álvarez, Francisco Zamora y Gaspar Sánchez), detener los trámites que entonces se estaban llevando para trasladar el tribunal llerenense a Plasencia y, finalmente, reforzar dicho tribunal con personas más eficaces, medidas que se tomaron en noviembre de 1573.
De esta manera se veían colmadas parte de las aspiraciones de fray Alonso. Por ello, satisfecho con sus logros, prosiguió con los predicamentos y memoriales, no dando tregua a los enemigos de la fe. Además, viendo la buena disposición de los inquisidores del Consejo, mediante carta se dirigió nuevamente a ellos, insistiendo en la necesidad de que el tribunal continuase en Llerena, pues temía que su traslado propiciase el olvido de alumbrados y beatas. Tras esta carta, los inquisidores madrileños reclamaron la presencia del fraile para, nuevamente, recoger sus sugerencias pues, como dice Huerga, "veían en el dominico a un hombre recto, inteligente y celoso", aunque -como vuelve a apostillar Huerga, en las escasas críticas que vierte sobre fray Alonso- "un tanto exagerado y con una pizca de ingenua vanidad". Algo más exagerado y vanidoso parece que era nuestro fraile pues, en cierta ocasión, había comprometido a los teólogos salmantinos en proponer su elevación a los altares, si en la lucha contra el alumbradismo atentasen contra su vida. En todo caso, la visita al Consejo resultó fructífera, pues se ratificó la permanencia del tribunal en Llerena y logró "colocar" como inquisidor a su amigo y partidario, Juan López de Montoya, quien siempre tuvo a bien considerar sus consejos.
Con este refrendo volvió a Llerena y, en la primavera de 1574, decidió atajar a la secta en Zafra, su principal plaza fuerte. La visita a Zafra resultó un paseo triunfal, dejando clarificado el tema: cuatro clérigos-maestros y varias discípulas dieron con sus huesos en las cárceles secretas, cuyas dependencias hubieron de ser transformadas para acoger a tantos alumbrados. Después de Zafra, Calzadilla, Medina, Fuente de Cantos, Montemolín..., siempre acompañado de Montoya.
En Febrero de 1576, mientras Montoya proseguía con sus pesquisas por los pueblos del distrito inquisitorial, al dominico le pareció corto el territorio extremeño, por lo que decidió ampliarlo a Portugal, reino en donde, al cobijo de Don Fernando, el cardenal infante, se habían hecho fuerte los jesuitas y fray Luís de Granada. En tierras lusas, desconociendo la predilección que el cardenal sentía por los jesuitas y por fray Luís, nuestro protagonista entregó distintos Memoriales, acusando a los jesuitas de favorecer con sus interpretaciones teológicas la propagación de alumbrados. Cumplidos estos trámites, afortunadamente para su integridad, regresó a Llerena, antes que Don Fernando leyese el Memorial. Esta circunstancia provocó un incidente diplomático, en el que incluso tuvo que intervenir (aparte los respectivos embajadores, inquisidores generales y nuncios) Felipe II, sobrino carnal del cardenal portugués. Ante tales personalidades, no es de extrañar que fray Alonso pagase los platos rotos, manifestándose en forma de un relativo exilio en el convento dominico de Portaceli (Sevilla), lejos, aunque no mucho, de los focos alumbradistas extremeños, pero cerca de otros que se estaban desarrollando por Andalucía. Concluye, pues, la primera estancia prolongada de fray Alonso en Llerena, después de seis años largos e intensos; más adelante, ya casi al final de su vida, volvería a la villa maestral e inquisitoria como prior, donde murió y fue enterrado.
Las obsesiones de fray Alonso le impidieron descansar y disfrutar del cómodo exilio sevillano, pues su sangre antialumbradista le hervía en las venas, requemándole ante el mínimo sosiego o descanso que se diera. En la ciudad hispalense volvió a las andadas, en contra del deseo de los inquisidores sevillanos, quienes, amenazándole con ciertas desviaciones inventadas por jesuitas y alumbradistas, (a quienes el fraile dominico situaba en el mismo bando herético) le hicieron comprender que debía actuar con más recato. Por ello, aprovechó su estancia en Sevilla para profundizar en los estudios de Teología, contrastando opiniones con los más famosos teólogos del momento, circunstancia que le serviría, más adelante, para obtener el título de maestro en Teología.
En 1577 fue nombrado prior del convento dominico de Palma del Río (Córdoba), en donde permanecía en 1579, precisamente cuando en Llerena tuvo lugar el auto de fe contra los alumbrados. Después, en 1583, también como prior se haría cargo del convento de Santo Domingo en Úbeda. En fin, quiso el destino, si es que no había detrás cierta intencionalidad, que fray Alonso fuese conducido por los principales focos alumbradistas, como eran los de Sevilla, Córdoba y Jaén, en donde, durante el primer tercio del siglo XVII tuvieron lugar procesos similares al de Llerena.
Por último, en 1590 volvió a Llerena, ahora como prior del convento dominico de San Antonio. Tal cargo llevaba inherente el de teólogo clasificador del Santo Oficio, oficio que disfrutó durante poco tiempo, pues por Octubre de 1592 falleció en la ciudad donde libró sus más importantes batallas.

IV.- EL AUTO PÚBLICO DE FE DE 1579
El 14 de Junio de 1579 Llerena era un hervidero, no tanto por el calor que suele acontecer en esa época del año, como por la afluencia de visitantes de los puntos más distantes de la geografía peninsular, atraídos por uno de los autos de fe que más resonancia tuvo en la España inquisitorial. Generalmente, estos acontecimientos suscitaban la presencia de curiosos, atraídos por el morbo que le era propio y por la parafernalia y ritual que les rodeaban. En este caso, la expectación superaba a la habitual, pues, aparte el elevado número de sentenciados (51), un buen número de ellos (19) penitenciaban como alumbrados o iluminados.
Por las actuaciones previas al auto público, Llerena llevaba varios años en boca de una buena parte de los españoles de la época, especialmente desde 1574, cuando el Consejo Supremo de la Inquisición se interesó por los alumbradistas extremeños, determinando el encarcelamiento de sus principales cabecillas, precisamente a instancia de fray Alonso de la Fuente. Desde entonces, mientras se desarrollaba una intensa correspondencia entre los inquisidores llerenense y los del Consejo Supremo, las noticias se iban filtrando por toda la geografía peninsular, suscitando la curiosidad, la repulsión, la simpatía o el miedo de unos u otros. Los rumores se confirmaron en la primavera de 1579, cuando el tribunal llerenense, según era preceptivo, comunicó oficialmente a las autoridades políticas y religiosas del distrito la celebración del auto, señalando el evento para el día 14 de Junio, Domingo de la Santísima Trinidad. A finales de mayo, también como establecía en protocolo, se organizó una solemne comitiva de inquisidores a caballo y familiares del Santo Oficio, pregonando por las calles y plazuelas de Llerena y su comarca la celebración del auto público.
Al mismo tiempo, el cabildo llerenense mandó hacer los preparativos correspondientes para acoger al numeroso público que se esperaba, así como acomodar y engalanar adecuadamente los corredores altos y bajos de la cárcel pública que daban a la Plaza, los balcones de las casas consistoriales y los corredores ubicados encima de los soportales que franqueaban la fachada principal de la iglesia mayor. Ya se había cerrado la lista de personalidades invitadas (teniendo que desatender numerosos compromisos), asignando a cada una su palco. Similares preparativos y compromisos se observaban en los altos de los portales de Morales y del Pan y en las otras viviendas particulares que cerraban la plaza pública, así como, de forma general, en cualquier morada de la ciudad, con la seguridad que llegarían conocidos, amigos y familiares del entorno.
Las previsiones de las autoridades municipales no resultaron suficientes. Por ello, y aprovechando la bonanza del clima, los días y noches previos a la celebración del auto público se constituyeron en una prolongada fiesta, que alcanzó su cenit en la velada del 13 al 14. De no ser por la expectativa del día siguiente, la noche hubiese resultado corta, ahogada en el vino que corría abundantemente y las chacinas y colaciones con que se acompañaba. Hacía tiempo que en Llerena no se disfrutaba de estas veladas nocturnas, tan frecuentes en tiempos anteriores al abrigo de celebraciones religiosas en las numerosas ermitas de la villa y su entorno. Habían sido prohibidas a partir de 1575, precisamente porque, bajo sus celebraciones, se habían solapado ciertos saraos alumbradistas. Fue tras la visita del licenciado Cuenca y de Pedro Morejón, los visitadores comisionados por la Orden de Santiago en 1575, cuando se determinó prohibir tales veladas, según se indicaba en uno de los mandatos que dichos visitadores hicieron recoger en el Libro de Visita de dicho año:
“Por cuanto santa y cristianamente está ya en la Iglesia de Dios ordenado que las juntas y romerías de noche cesen que el vulgo llama veladas, cesen por no ser ya devociones las tales juntas y romerías por la corruptela del linaje humano, sino chocarrerías grandes y deshonestidades feas, dijeron que mandaban y mandaron que (el cura o mayordomo) que al presente es de la (iglesia, ermita, cofradía, etc.) y al que después le sucediere, que de aquí en adelante, en todo tiempo haga cerrar y cierre las puertas en poniéndose el sol y no se abra hasta que llegue el día claro, de tal manera que persona alguna, mujer ni hombre, pueda entrar en la dicha ermita en poniéndose el sol con ocasión de rezar o de qualquier otra ocasión. Especialmente tengan el dicho cuidado en los días de fiestas (…) lo cual se cumpla, so pena de veinte ducados, la cuarta parte para los gastos del Capítulo General de la Orden y las tres cuartas partes para la guerra que Su Majestad hace contra los infieles”.

Los visitadores traían otras disposiciones para contrarrestar la expansión de la secta alumbradista, que hicieron recoger en los Libros Sacramentales de las parroquias de los pueblos con serias sospechas. Se referían a la administración del sacramento de la confesión, cauce habitual para la propagación de los principios alumbradistas. Así, tanto en la parroquia de Santa María (de la Granada) como en la del Señor Santiago, dejaron registrado en sus respectivos Libros Sacramentales el siguiente mandato:
“De la visita que se ha hecho en la villa de Llerena de la vida y costumbre de los sacerdotes, resulta y conviene poner remedio en el administrar de los sacramentos para que se trate con aquella limpieza que conviene, pues por nuestros pecados son de los enemigos de la Santa Madre Iglesia tan menospreciados y en poco temidos por ser como son el amparo nuestro y causa verdadera de nuestra salvación. Los dichos visitadores ordenaron y mandaron que de aquí adelante ningún sacerdote confiese a persona alguna fuera de las dichas iglesias y ninguno sea tan atrevido que ninguno confiese a persona alguna en su propia casa del penitente, teniendo salud, o en ermitas u hospitales, so pena de un año de destierro de la provincia y de veinte ducados para las obras pías (...); y mandaron, en virtud de santa obediencia, que si supieren que algún sacerdote hubiere cedido en lo suso dicho (...) den noticias en la audiencia prioral para que en ella le sea ejecutada la pena (...); y mandaron que ningún sacerdote confiese enfermos sin licencia expresa del cura parroquiano, pues se presume que en tal tiempo la confesión del propio pastor como de aquel que mejor conoce la enfermedad de sus propias ovejas ...”

Sin embargo, en esta noche tan especial las autoridades religiosas habían levantado la mano dejando celebrar la velada, entre otras cosas porque la afluencia desaforada de forasteros había desbordado la capacidad de los mesones y fondas locales. También las autoridades del concejo hicieron oídos sordos a las mercaderías extraoficiales que invadieron la villa durante los referidos días, dejando al buen recato y prudencia de mercaderes y compradores las distintas transacciones comerciales, en contra del habitual control de calidad y precio de los artículos que presidía en la localidad, según se contemplaban en sus ordenanzas. Era presumible esta animación, por lo que durante la víspera de tan significado día, ya había presentado la villa una extraordinaria actividad, aún de mayor magnitud que la presentada cuando concurría simultáneamente un día festivo, el mercado semanal de los martes y la feria de San Mateo.

Apenas apuntó el día, se abrieron las puertas del palacio inquisitorial, dando paso al estandarte de la inquisición. Tras el estandarte, que ya enfilaba la calle de la Cárcel, seguían algunos clérigos; después, el cortejo de los cincuenta y un penitentes, cada uno escoltado por dos familiares del Santo Oficio; cerrando la procesión, engalanados con ricos vestidos y a caballo, los inquisidores y las máximas autoridades locales y provinciales.
Poco tiempo tardó el cortejo procesional en alcanzar la plaza; el día, que prometía ser caluroso, parecía corto para tal ceremonial y número de penitentes. Así, minutos después de salir el estandarte guía, todo el mundo estaba situado: los penitentes en su tribuna; los inquisidores y principales autoridades en sus sitiales; los clérigos en los palcos y corredores de la iglesia; el resto de las autoridades del concejo, sus familiares e invitados, en los palcos y corredores altos y bajos de la cárcel pública y de la casa consistorial; el público abarrotando la plaza y aledaños; y el predicador en su púlpito. Al parecer, sólo faltaba fray Alonso de la Fuente.
Tras la misa y el largo sermón de rigor, se inició el auto con una primera tanda de catorce penitenciados, encausados por diversos delitos contra la fe y ortodoxia católica. El primero en destacarse del grupo y exponerse a la vergüenza y escarnio público, se hacía llamar Alonso Sánchez, zapatero de la villa de Feria, de 48 años. Había pecado públicamente, jactándose de ello. Su delito consistió en comerse en viernes unas palomas robadas, mofándose de quienes le reprendían por no guardar el precepto, diciendo: “¡mirad qué cuerpo de Dios!; lo que entra por la boca no es pecado, sino lo que sale”. Asimismo, en otra ocasión manifestó públicamente que hacía años que no confesaba, mofándose de los que así lo hacían. El Tribunal, que había recibido la denuncia y testificación de hasta nueve personas, le condenaba, más que por sus pecados, por las mofas públicas. Pese a que el encausado mostró arrepentimiento en el interrogatorio -manifestando que había tenido dicho comportamiento por caer en gracia, más que por convicción- el tribunal lo condenó al auto público en cuestión, a abjurar de leví y a 100 azotes.

Le siguió Juan López, un sastre placentino de más de cuarenta años y un tanto desequilibrado. Había sostenido algunas ideas contradictorias, como decir que Mahoma murió cristiano y casi santo. El Tribunal, considerando la demencia del encausado, casi lo absuelve, pese a los dieciséis testimonios en contra. Aparte de la exposición en el auto público, sólo le condenaron a abjurar de leví, como era preceptivo en tales autos.

El portugués Francisco Díaz, de 46 años, residía en Fregenal, donde públicamente había manifestado la imposibilidad que tenían los clérigos de convertir el pan en el Cuerpo de Cristo. Su condena, tras el arrepentimiento preceptivo, se redujo a mostrarse como penitente en el auto de fe, a abjurar de leví y a 100 azotes.

Catalina Díaz, de 55 años y esclava de un vecino del Valle de Matamoros, fue apresada por perjurar públicamente. Tras reconocer su error y mostrar arrepentimiento, fue condenada al auto público y a abjurar de leví.

Hernando Díaz, morisco de 24 años y zapatero en Hornachos, fue condenado por sospecha de prácticas propias de judíos, entre otras cosas por equivocarse en el rezo del credo. Se le sentenció al auto público y a abjurar de leví.

Juan Rodríguez, 23 años, arriero y albañil con residencia en Sevilla, fue acusado en Guadalcanal, estando de paso, donde públicamente manifestó que el estado natural era el de casado y no el de los clérigos. Su larga estancia en la cárcel secreta de Llerena le hizo enfermar, por lo que en la sentencia se le eximió de los azotes, condenándole exclusivamente a abjurar de leví.

Gregorio Crespo, un portugués de 37 años que servía como gañán en Casas de Reina, fue hecho preso tras manifestar públicamente que no era pecado mantener relaciones carnales con prostitutas, siempre que se le pagase el servicio. Tras reconocer su error y manifestar arrepentimiento, fue sentenciado al auto público, a abjurar de leví y a destierro durante dos años fuera de la Provincia de León de la Orden de Santiago.

Martín Alonso, labrador y mesonero de la Oliva, fue condenado por manifestar que las relaciones extramatrimoniales no eran pecados. Fue condenado al auto público y a abjurar de leví.

Alonso García, de 50 años y vecino de Segura de León, fue condenado por decir que no era pecado sostener relaciones carnales con prostitutas o que, en todo caso, era menos grave si se le pagaba. Se le sentenció como al anterior.

La portuguesa María de Cheles, residente en dicha villa, soltera y de 25 años, fue apresada por manifestar que no era pecado tratarse carnalmente con solteros o clérigos. Como estaba embarazada, se le permitió abandonar la cárcel para dar a luz, tras jurar su reingreso una vez que pariese y adoptaran a su hijo. Se le sentenció como a los anteriores.

Alonso Pérez, rico hacendado de 50 años con residencia en Jerez de los Caballeros, también sostenía que no era pecado mantener relaciones con prostitutas. Tras reconocer su error y mostrar arrepentimiento, se le sentenció igual que a los anteriores, más una pena pecuniaria de 8.000 maravedís para gastos del Santo Oficio, dado que poseía una cuantiosa fortuna.

Francisco García, cabrero de 20 años, natural de Montijo y vecino de Llerena, sostenía el mismo error que el anterior. Se le sentenció al auto público, a abjurar de leví y, como no tenía fortuna, a 100 azotes

Juan de Ávila, de 60 años, labrador natural y vecino de la villa de Erguijuela, en las tierras de Trujillo, había dicho que la fornicación no era pecado en ningún caso. Se le sentenció al auto público, a abjurar de leví y, como por su edad no podría resistir los azotes, se le eximió de este castigo.

El último de esta primera tanda de sentenciados se llamaba Juan Domínguez, de 60 años, trabajador y vecino de Don Álvaro, en la encomienda de Mérida. Se le apresó por el mismo error que al anterior, sentenciándole de igual manera.

Tras un breve receso -que inquisidores, invitados y público aprovecharon para descansar y reponer fuerzas-, se abordaron cuatro casos más, ahora por delitos de poligamia, asunto éste que levantó más expectación que los anteriores, especialmente porque afectaban a personas conocidas, como Baltasar Pérez de 60 años, natural de Ciudad Rodrigo, pero residente en Llerena, donde ejercía de cardador. A Baltasar, una vez interrogado y demostrado su delito, se le sentenció al auto público, a abjurar de leví, 100 azotes y destierro, además de quedar obligado con su primera mujer.

El siguiente bígamo se hacía llamar Juan Sánchez, un hidalgo de 38 años que ejercía de escribano en Cáceres. Se le sentenció al auto público, a abjurar de leví y a tres años de galeote al servicio de Su Majestad y sin sueldo. En definitiva, el castigo más duro de los contemplados hasta ahora, precisamente por su noble oficio y condición social.

El tercero de los bígamos decía llamarse Francisco Martín, de 40 años, natural de Ciudad Rodrigo y residente en Mérida. Se le sentenció al auto público, a abjurar de leví, 100 azotes y destierro por seis años.

El último de esta segunda tanda se hacía llamar Miguel Giraldo, de 50 años, tejedor de Llerena, pero de origen salmantino. Se le aplicó la misma sentencia que al anterior.

Sin ninguna pausa, pues la tarea que quedaba era larga, se acometió un caso de falso testimonio. El asunto era grave y el tribunal debía mostrarse inflexible, pues en ello le iba su prestigio y ecuanimidad, máxime cuando se trataba de un falso testimonio por el que se había inculpado a una persona ante el Santo Oficio. En esta ocasión se trataba de una suegra indispuesta con su yerno, a quien acusó de romper un crucifijo, precisamente el día de Jueves Santo. Como se contradijo en las diversas ocasiones que se le llamó para testificar, el tribunal estimó conocer la verdad mediante la aplicación de tormentos, práctica habitual en los interrogatorios inquisitoriales. La suegra en cuestión, tras tres vueltas en los brazos y ligada al potro de tormentos, confesó haber levantado falso testimonio, aunque, en su descargo, manifestó haberlo hecho por los malos tratos que el yerno daba a su hija, después de apenas seis meses de matrimonio. Se le sentenció al auto público, 200 azotes y diez años de destierro. La condenada, de 60 años, decía llamarse Catalina Alonso, ser natural de Coimbra (Portugal) y viuda de un escribano. En este estado civil había recalado en Azuaga a finales de 1577, donde, poco después, su hija contrajo el mal avenido matrimonio.

Nuevamente otro receso, aunque ahora nadie se movió de la Plaza, pues se aproximaba el momento cumbre del auto. Tras estos expectantes minutos, uno de los secretarios del Santo Oficio subió a la tribuna, desde donde, con voz grave y autoritaria, requirió al primero de los alumbrados. Uno de los cabecillas más significativos, Hernando Álvarez, avanzó hasta la posición señalada para los reos. El bachiller Hernando Álvarez, sacerdote y predicador de 56 años, residía en Barcarrota, aunque ya llevaba seis largos años preso en las cárceles secretas del tribunal de Llerena. Se trataba del genuino alumbrado, el maestro o cabecilla principal, habiendo incurrido en todas las desviaciones propias de la secta. Durante los interrogatorios previos se le había sometido a los tormentos habituales y, según se recoge en el expediente instruido, le dieron cinco vueltas de cordel a los brazos y, tendido en el potro, se le aplicó garrote en los brazos y muslos, suspendiendo el tormento en este punto, dada su avanzada edad y el hinchazón que presentaba en las piernas. Se le sentenció al auto público, a abjurar de leví, cuatro años sin sueldo de galeote en las galeras de la Corona, degradación de su ministerio sacerdotal y pago de 200 ducados para gastos del Santo Oficio.

Le siguieron Francisco Mejías (clérigo de Zafra, de 50 años), Juan García (clérigo de Almendral, de 53 años), Cristóbal Mejías (clérigo de Cazalla, de 39 años), Hernando de Écija (clérigo de Villafranca, de 39 años) y Francisco Gutiérrez (clérigo de Zafra, de 69 años). Todos encausados por las mismas herejías que Hernando Álvarez y, por lo tanto, sometidos a los mismos tormentos y condenas, variando exclusivamente en la multa pecuniaria. El último de los citados, por su avanzada edad fue eximido del tormento y de la condena como galeote; a cambio, se le recluyó en un convento.

El séptimo clérigo que subió a la tribuna era Cristóbal Chamizo, de 39 años, natural y vecino de Zafra. Su proceso es el mejor documentado en las bibliografías consultadas, entre otras cosas por las peculiaridades que concurrieron en el encausamiento. En un primer momento se le consideró como al típico clérigo solicitante en confesionarios, cuyo único objetivo consistía en satisfacer sus necesidades carnales, sin que tuviese otras manifestaciones heréticas. Por ello, no se le trató como alumbradista, liberándole del auto público y condenándole a abjurar de leví, 50 azotes, prohibición de confesar a perpetuidad, destierro de Zafra durante diez años y reclusión en un monasterio durante otros cuatro, sin poder celebrar misas más que en las pascuas. Sin embargo, el fiscal apeló con tanta desgracia para Chamizo que la sentencia definitiva fue la más dura aplicada a los clérigos alumbradistas, pues, aparte de otras consideraciones, se le condenó a seis años de galeote. La sentencia, según fue leída por el secretario, decía así:

“Nos, los Inquisidores Apostólicos de Llerena y su partido, contra la herética gravedad y apostasía, en nombre de Su Santidad y el Ordinario, en el pleito que ante Nos ha pasado, de una parte, el Licenciado Pedro Marino de Saavedra, promotor fiscal de Su Majestad, acusante; y, de la otra parte, Cristóbal Chamizo, Clérigo presbítero, vecino de la villa de Zafra, reo sobre que el dicho es hereje oculto de la nueva secta de Alumbrados o dejados, por razón de que siendo como es cristiano bautizado, el susodicho había enseñado muchas herejías de esta dicha secta, errores y supersticiones contrarias a la santa fe católica, especialmente requiriendo sus hijas de confesión a actos torpes e ilícitos ...”

Sigue el secretario relatando los abusos y errores alumbradistas, describiendo hechos y situaciones en las que particularmente había intervenido Chamizo.

“Por todo lo cual, y lo que más largamente en la deposición de los testigos y su confesión se contiene, INVOCANDO EL NOMBRE DE CRISTO, fallamos que el dicho Cristóbal Chamizo, clérigo, salga al presente auto en forma de penitente, en sotana sin cinto, destocado, y con una vela de cera en las manos, y abjure de leví, y sea privado de sus órdenes, y que sirva en las galeras de Su Majestad al remo y sin sueldo y por tiempo de seis años precisos, y desterrado otros seis, y de aquí en adelante no trate de los negocios tocante a los Alumbrados con persona ninguna en público ni en secreto, so pena de ser convencido de los delitos de los que fue testificado y acusado. Y así pronunciado lo mandamos en estos escritos y por ellos”.

Al clérigo Rodrigo Vázquez, cura de la Morera de 58 años, se le sentenció por solicitante, pues no mostró los otros errores típicos de la secta, salvo su manifiesto desprecio e insultos al tribunal. Fundamentalmente por estas desconsideraciones, se le sentenció al auto público, a abjurar de leví, prohibición de confesar a perpetuidad, reclusión en un monasterio durante cuatro años sin poder celebrar misas, destierro por diez años de la Morera y Salvatierra, y a una pena pecuniaria de 40.000 maravedís.

En una situación muy semejante al anterior estaba fray Pedro de Santamaría, franciscano descalzo de la provincia de San Gabriel. También como al anterior, en principio fue sentenciado a penas menores, incluyendo su exclusión del auto público, aunque al final tuvo que salir en el mismo, más otras penas similares.

El décimo de los alumbrados, último de los varones, era el único seglar. Se trataba de Juan Bernal, de 42 años y zapatero en Fregenal. No se le apreciaban los manejos sexuales propios de los clérigos anteriores, pero sí los otros errores alumbradistas, mostrando públicamente admiración por el cabecilla de la secta, Hernando Álvarez, en cuya defensa elaboró un Memorial dirigido a Felipe II. Vista su causa, tras los interrogatorios y tormentos de rigor, se le sentenció al auto público, a abjurar de leví, 200 azotes y destierro de Fregenal por seis años.

A continuación subió al estrado la primera y más recalcitrante de las beatas: Mari González, de 53 años, natural de Barcarrota, aunque dirigía un prostíbulo en Zafra, donde montaban sus saraos numerosos clérigos y beatas-prostitutas. Se le sentenció al auto público, a abjurar de leví, 100 azotes y destierro por tres años en un lugar a determinar, en donde se le señalaría confesor. Sentencias similares recayeron sobre las otras siete beatas penitenciadas, posiblemente de la misma cuerda que la anterior. Se trataba de Marina Macías (de Almendral, 35 años), Catalina López (Zafra, 30 años), Ana Vázquez (Zafra, 27 años), Mari Gutiérrez (Zafra, 35 años), Leonor López (Zafra, 25 años), Catalina Valdivieso (Zafra, 38 años) y Elvira Zambrana (esclava en Fuente del Maestre, 38 años).

La última en subir al estrado se hacía llamar Mari Sánchez, natural de Fuente del Maestre, de 33 años. Se trataba de un caso especial, en la que concurrían las mismas circunstancias que afectaban a las anteriores, aparte de estar inculpada en un crimen durante su estancia en la cárcel secreta. Por ello, además de la sentencia como alumbradista, quedó recluida a perpetuidad por su implicación en la muerte de Inés Alonso, otras de las beatas con la que compartía celda.

Las vistas de los alumbrados se alargaron hasta las ocho de la tarde, quedando aún por considerar a doce judaizantes y sospechosos. Desde que el primer alumbrado subió al estrado y se terminó con Mari Sánchez, habían transcurrido más de ocho horas, precisamente las de más expectación y calor. Pese a todo, el público, con ligeros y ordenados abandonos, había permanecido a pie firma en la Plaza, recreándose en la vergüenza de los encausados, susurrando comentarios y esbozando sonrisas de complicidad.

De los encausados que seguían, nueve eran sospechosos de prácticas judaizantes y tres judíos confesos. Tenían en común su vecindad en Mérida y su origen judío, diferenciándose en sus edades (37 a 66 años), sexo (9 varones y 3 mujeres), oficio (procurador, boticario, mercaderes, jurista y carcelero) y hacienda. Los nueve sospechosos quedaron como tales porque, tras el interrogatorio, las testificaciones y el tormento correspondiente, mostraron arrepentimiento. Se trataba de Rodrigo Báez, Álvaro de Triana, Elvira Sánchez, Isabel Lorenzo, Rodrigo Díaz, Lorenzo Juárez, Alonso Hernando, Hernán Sánchez y Alonso Rodríguez. Las sentencias que se les aplicaron tenían en común, aparte del auto público y los previos tormentos y cárceles, la abjuración de “vehementi”, dos años de destierro y una pena pecuniaria en función de la hacienda de cada uno, que en un caso alcanzó los 300.000 maravedís.

De todas estas causas, la más complicada resultó ser la del bachiller Alonso Rodríguez, jurista de 48 años. Era reincidente, pues ya había sido sentenciado en el auto público de 1573, en el que se le condenó a abjurar de leví, destierro de Mérida por seis años y suspensión de su oficio de abogado por seis meses. Después, en marzo de 1575, nuevamente testificaron contra él, acusándole de las mismas prácticas y ritos propios de judío. En esta segunda instrucción negó tales cargos, defendiéndose con torpeza, a juicio de los inquisidores, por lo que se le sometió a tormentos progresivos, a los que respondió haciéndose el muerto, como ya lo hiciera en el anterior encarcelamiento. Aunque seguía renegando de su fe judía, el ser reincidente le supuso una sentencia mayor que la aplicada a sus ocho compañeros de acusación: auto de fe público con hábito sin aspas, abjurar de vehementi, seis años de galeote en las galeras de Su Majestad, suspensión del oficio de abogado por seis años, destierro a perpetuidad del distrito inquisitorial y pago de 600 ducados para gastos del Santo Oficio. En definitiva, la condena más dura de todas las contempladas hasta ahora, aunque sería superada por las que siguen.

Quedaban otros tres encausados, acusados de las mismas prácticas y ritos propios de judíos. Ninguno de los tres se defendió de las acusaciones, reiterándose en sus convicciones. Sus condenas fueron las habituales en estos casos: hábito y cárcel perpetua, además de confiscar sus bienes.

Para concluir con el auto y sus prolegómenos, añadiendo nuevas circunstancias de interés, es preciso considerar otros siete casos más de alumbrados, con desenlaces desiguales. Tres de ellos, el clérigo Gaspar Sánchez y dos más, murieron en las cárceles secretas durante la fase de interrogatorios y tormentos. Sin ningún tipo de explicaciones, el Tribunal comunicó sus respectivas muertes por causas naturales. Una cuarta alumbradista, Inés Alonso, murió a manos de Mari Sánchez, la alumbrada considerada en último lugar, según un lacónico comunicado del Tribunal, aunque el vulgo manejaba otras hipótesis. Los tres casos restantes se resolvieron en autos privados, sin necesidad de someterlos a la vergüenza pública. Se trataban de fray Luís de Ávalos, Inés Sánchez y Leonor Sánchez.

Fray Luís de Ávalos, de 50 años, había sido predicador y confesor en el convento franciscano de Medellín. Se le acusaba de haber tenido trato carnal con ciertas beatas, aunque no de otras desviaciones alumbradistas. Según el tribunal, no se trataba de un alumbrado, sino de un pícaro más, como otros muchos clérigos de la época que consiguieron librarse de acusaciones o tuvieron influencia para soslayarla. Vista su causa, reconocidos los errores y asumido el arrepentimiento, se le eximió de la vergüenza pública, aunque no de otros castigos, como oír misa de penitente en la audiencia del Santo Oficio, abjurar de leví en presencia de ocho clérigos, reclusión en el convento franciscano de Trujillo, suspensión por tres años de su ministerio sacerdotal y, en el caso de la administración de confesión, suspensión a perpetuidad.

Inés Sánchez, de 22 años y vecina de Zafra, fue otra de las alumbradas eximidas del auto público. En un primer momento fue acusada y condenada como el resto de las beatas. Sin embargo, después, teniendo en cuenta que había sido buena confidente en los interrogatorios, se le conmutó la sentencia por otra más liviana.

El último caso correspondía a Leonor Sánchez, de 22 años, la única beata de Llerena implicada en este asunto. No se pudo o no se quiso profundizar en su encausamiento, pues la implicación de Leonor forzosamente debía acarrear la acusación de algún clérigo local, que probablemente ocupaba uno de los palcos preparados para el auto. En todo caso, el Tribunal, tras someterla al tormento de rigor, estimó no sentenciarla públicamente, si bien se le condenó a oír misa de penitente en una iglesia de la villa, a abjurar de leví, destierro por dos años y, como sería hija de pudiente o protegida de algún clérigo con influencias, a una pena pecuniaria de 150 ducados.

Para concluir con esta recopilación bibliográfica, quedó un serio enigma por resolver: la muerte en extrañas circunstancias de Don Francisco de Soto y Salazar, obispo de Salamanca y delegado extraordinario en Llerena del Consejo Supremo de la Inquisición. Oficialmente murió por causa natural, aunque circulaba el rumor de un posible envenenamiento.
_____________________
BIBLIOGRAFÍA:
ASTRAÍN, A. Historia de la Compañía de Jesús en la asistencia de España. Madrid, 1909.
BARRANTES, V. Aparato bibliográfico para la Historia de Extremadura. Madrid, 1875.
HUERGA, A. Historia de los alumbrados. Los alumbrados de Extremadura (1570-1582). Tomo I. Madrid, 1978.
IPARAGUIRRE, I. Historia de los ejércitos de San Ignacio. Madrid, 1955.
LLORCA, B. "Los alumbrados españoles en los siglos XVI y XVII", en Razón y fe, nº 115.
LLORENTE, J. A. Historia crítica de la inquisición española. Madrid, 1822.
MARAÑÓN, G. Don Juan. Madrid, 1947.
MÁRQUEZ, A. Los alumbrados. Origen y filosofía. Madrid, 1972.
MENÉNDEZ PELAYO, M. Historia de los heterodoxos españoles. Madrid, 1880.
MIR, M. "Los alumbrados de Extremadura en el siglo XVI". Revista de archivos, bibliotecas y museos. 1903.
SANTIAGO-OTERO, H. En torno a los alumbrados del reino de Toledo. Salamanca, 1955.

NOTA: Concluyendo este trabajo, el cinco de mayo de 1999 aparece en el diario "Hoy" una reseña de Manuel Pecellín Lancharro, sobre un estudio que JOSÉ Mª. GARCÍA GUTIÉRREZ hace a cerca de los alumbrados extremeños (La herejía de los alumbrados. Historia y filosofía: de Castilla a Extremadura. Madrid. Ediciones Mileto, 1999.) Estamos a la expectativa de lo que el profesor García Gutiérrez nos comunique en su obra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario